Ojalá reescribamos nuestra historia

1. Daniel

—Cariño, te tengo que contar algo muy importante.

Despego los ojos de Instagram y los poso en mi madre, que acaba de hacer acto de presencia en la cocina, mientras mastico con detenimiento los cereales del desayuno.

¿Qué quiere esta mujer un domingo tan temprano? Es la una de la tarde, y me he despertado hace escasos quince minutos porque anoche llegué tardísimo de tocar con el grupo; mi cerebro todavía está desmayado y no va a retener la información que esta señora necesita soltarme.

—¿Es bueno o malo?

Mi madre hace una mueca con los labios y toma asiento en una silla, a mi lado.

—Depende —me responde con expresión de no haber roto un plato en su vida.

La miro, sospechando de esa palabra, que no significa nada bueno, y de su actitud inusual.

Mis apuestas: o se ha quedado embarazada mágicamente a sus cincuenta y tres años (¿de quién?), o los médicos le han detectado una enfermedad mortal (ojalá que no, que aún es medio joven), o le ha salido trabajo en otro país (espero que tampoco, porque se iría ella sola con las maletas a empezar una nueva vida y yo me quedaría en Españita).

No sé qué opción es peor.

—Suéltalo rápido, como cuando saqué una bandeja de lasaña ardiendo del horno, sin manopla, y la dejé caer al suelo porque me quemé la mano.

Todavía lloro la muerte de ese manjar.

Mi madre, de lo más contenta, me muestra su mano derecha para que vea el brillantísimo anillo que descansa sobre su dedo anular.

Suspiro de alivio.

—Ah… Te has comprado un anillo. —Me llevo una cucharada de cereales a la boca—. Muy bonito.

Supongo que la mala noticia será que le ha costado una pasta y vamos a tener que alimentarnos con pan duro lo que queda de mes, porque de verdad que brilla un montón; me hubiera venido bien tener las gafas de sol a mano para no deslumbrarme.

—¡Que no, bobo! —exclama riéndose—. Me he comprometido.

Arrugo el entrecejo como si tuviera complejo de tomate pocho.

—¿Que te has comprometido? —cuestiono, extrañado—. ¿Tienes pareja? ¿Desde cuándo? ¿Y por qué no me has contado nada?

Según yo, no ha salido con nadie desde hace tiempo.

—Claro, desde hace cinco meses —me responde como si nada, y añade, superfeliz—: Nos hemos pedido matrimonio a la vez. ¿No te parece maravilloso?

Escupo los cereales en el tazón.

¿CINCO MESES? ¿En serio? ¿Cómo se puede casar con alguien con sólo cinco jodidos meses como novios? Yo llevo casi un año con el mío y ni se me pasaría por la cabeza hacer semejante locura tan pronto.

Bueno, la diferencia es que mi madre tiene ya una edad y yo sólo veintiséis. Soy prácticamente un polluelo recién nacido y ella puede hacer lo que quiera con su vida; yo no soy nadie para juzgar sus decisiones mientras no alteren mi bienestar.

Espero que ese hombre que ha elegido sea alguien majo con quien se pueda convivir, que tenga trabajo y cero unidades de hijos, porque no pienso compartir mi cuarto enano con ningún hermanastro, que en este piso alquilado sólo hay dos habitaciones: la mía y la de mi madre.

—Pues felicidades —suelto sin ninguna emoción—. ¿Cuándo piensa instalarse en casa? ¿Cuándo lo voy a conocer? ¿Y cuándo os vais a casar?

Mi madre me indica con su palma que me calme, lo cual resulta surrealista en esta conversación, porque su precipitada noticia de meter a un desconocido en nuestro hogar a partir de algún día, espero que lejano, provoca que mi tranquilidad se vea afectada.

—Aún no tenemos fecha para la boda, que la pedida fue anoche, pero lo vas a conocer pronto. —Hace una pausa, como con miedo, para soltarme la siguiente bomba—: Y no se va a venir a vivir a casa… Vamos a mudarnos todos a una más grande, para que estemos más cómodos.

Mmm… Pues de momento pinta bien este nuevo plan de vida. Me pica la curiosidad por saber cuál será la mala noticia.

—¿Y esa nueva casa está en otra ciudad? —quiero saber.

Si es así, no voy a irme.

Se echa a reír.

—Daniel, no hay mala noticia, si es eso lo que estás buscando. No nos vamos a mover de Barcelona y Casimiro es un buen hombre.

Casi casi me atraganto con los cereales al conocer el nombre de su prometido. Pero casi casi.

—¿Casimiro? —Se me escapa una carcajada.

Un momento… ¿De qué coño me suena ese nombre tan ridículo?

—Sí, ¿no lo recuerdas? De su hijo Axel seguro que te acuerdas muy bien. Nacisteis el mismo día, fuisteis al mismo colegio e instituto y os llevabais fatal.

Ahora sí, me atraganto con una cucharada de cereal y comienzo a toser, echando leche por la nariz.

—¿Nombre completo? —pregunto entre toses.

Espero y deseo con todo mi corazón que  no sea el Axel que estoy pensando, pero no conozco a otro chico que se llame así, que haya estudiado en los mismos centros educativos que yo, que haya nacido el mismo día que yo y que tenga un padre cuyo nombre es Casimiro.




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