—Axel, ha llamado la última paciente para informarnos de que cancela la cita y la cambia para otro día —me dice Soledad, la recepcionista, en cuanto me despido del paciente que acabo de atender en la consulta.
—Vale, gracias por avisar.
Pues toca irse una horita antes a casa.
Mientras salgo de la clínica y voy de camino a mi coche, le mando un mensaje a Sarah:
Axel: «He salido antes del trabajo. ¿Necesitas algo del súper?»
Coloco el dispositivo en el salpicadero y conduzco en dirección al Mercadona que me pilla más cerca, con Taylor Swift sonando desde los altavoces. Una vez que llego, echo un vistazo al móvil, pero Sarah todavía no me ha contestado, aunque el mensaje lo ha recibido.
Estará preparando las clases para mañana, que es profesora de Inglés en un instituto.
Pero mañana es sábado y ninguno de los dos trabajamos.
Bueno, da igual, estará ocupada con otros quehaceres.
Me adentro en el supermercado, que se encuentra casi vacío a estas horas y me parece un milagro, por lo que no me demoraré mucho en comprar. Lanzo todo lo necesario al carrito y lo que me hace falta para prepararle a Sarah su plato favorito para cenar, que son canelones de carne. Después, me pongo en la cola, detrás de la única persona que está siendo atendida, pago y me largo.
—Amor, ya estoy aquí —anuncio cuando entro en casa y cierro la puerta. Al ver que no me contesta, suelto las bolsas en el pasillo y me dispongo a buscarla—. ¿Sarah?
Qué raro que esté el apartamento a oscuras, a excepción del salón, que tiene la lámpara prendida.
Me asomo a nuestra habitación, enciendo la luz y la veo tumbada en la cama, tapada hasta la barbilla.
—¿Qué te pasa? —inquiero, alarmado, y me acerco a ella.
—Puff… —Se lleva una mano a la frente y me intenta mirar con los ojos entrecerrados porque la luz le provoca molestia—. Me duele mucho la cabeza y llevo toda la tarde acostada. Me he tomado un analgésico, pero parece que no me ha hecho efecto.
—Oh, vaya… Entonces te dejo descansar. —Le doy un beso en la frente—. ¿Tienes ganas de cenar canelones o los dejamos para otro día que estés mejor?
Ella me sonríe.
—Siempre me apetecen tus canelones.
Le devuelvo la sonrisa, le doy un tierno beso en los labios y abandono el dormitorio para dejarla descansar un rato más. Antes de ponerme a cocinar, voy al salón para saludar a Taylor, que está echándose una de sus siestas en el suelo y usando una prenda de vestir como cama. Me agacho para estar a su altura y le acaricio la cabeza.
—Hola, mi coshita guapa.
Taylor se pone en pie, ronroneando, y arquea el lomo para que le siga dando mimos. Sin embargo, cuando deja la prenda al descubierto, que es una camiseta negra con un dibujo de un grupo de música, la cojo para inspeccionarla.
¿A quién cojones pertenece este trapo? Porque no es ni del estilo de Sarah ni del mío.
Paseo la vista por cada rincón del salón y me quedo paralizado al darme cuenta de que me he convertido en un ciervo por los cuernos que me acaban de crecer en la cabeza. La ropa de mi novia está desperdigada por el sofá; los calzoncillos de algún extraño, colgados en una esquina de la tele; y unos vaqueros desconocidos, tirados al lado de la mesa de la lámpara.
Sujeto la camiseta del amante con el dedo índice y el pulgar con asco, como si fueran unas pinzas de tender la ropa, con la intención de pedirle explicaciones a la chica con la que he compartido los últimos tres años de mi vida.
Cuando aparezco en el pasillo, descubro a los dos huyendo de la habitación con sigilo; ella, cubriéndose con las sábanas de NUESTRA cama y él, desnudo y con mi cojín de Taylor Swift escondiéndole las vergüenzas delanteras de abajo.
Ambos me miran como si hubiesen visto resucitar a los tatarabuelos de sus tatarabuelos.
—Buenas tardes —me saluda él fingiendo una sonrisa, y yo me fijo en el piercing que tiene entre los orificios de la nariz, en los tatuajes de su cuerpo y en su larga melena oscura—. O buenas noches ya.
Sarah, sudando la gota gorda y con manos temblorosas, se hace con la maceta de plástico que tenemos en el mueble del pasillo que usamos para depositar las llaves, y golpea al nudista en la espalda.
—¡Se nos ha colado un ladrón, Axel! ¡Llama a la policía, corre!
—Pero ¿qué haces, flipada? —se queja él intentando defenderse de los mazazos—. Si tu novio ya nos ha descubierto y estamos en bolas. Eso no hay quien se lo crea.
—Veo que se te ha pasado el dolor de cabeza de repente —es lo único que le digo a Sarah.
Ella no me suelta la famosa frase de las películas de «esto no es lo que parece», sino que se arrodilla ante mí, sujetándose la sábana para que no se le desprenda del cuerpo, y junta las manos, mirándome con súplica.
—Perdóname, Axel. Lo que has visto ha sido un error y no se volverá a repetir. Por favor, no mandes a la mierda estos tres años tan bonitos que hemos estado juntos. Decidí venirme a Barcelona contigo y dejé atrás Londres por ti, para que siguiéramos construyendo nuestro amor. Por favor, por favor, por favor. —Las lágrimas empiezan a recorrer sus mejillas—. Que te quiero muchísimo.