Ojalá reescribamos nuestra historia

5. Daniel

Entre el madrugón de hoy, mi propia mudanza, la de Axel y aguantar la presencia de este último, he acabado tan destrozado como si una manada de elefantes me hubiese pasado por encima. Estoy acojonado por si no tengo fuerzas para tocar dentro de un rato con el grupo. ¿Y si me da un soponcio en el escenario y el público se piensa que me he metido tres rayas de coca, me he pinchado con cuatro jeringuillas llenas de heroína, me he fumado cincuenta porros y me he zampado una tortilla de setas alucinógenas?

Ni siquiera la siesta de una hora que me he echado ha conseguido recuperarme. Tendré que chutarme café en vena, tomarme una bebida energética y comerme un plátano para espabilarme y reponer energías, porque soy un artista sano que no se mete drogas en el cuerpo (ni siquiera fumo tabaco). Les tengo pánico, y mi madre se desilusionaría y me desheredaría.

Tras darme una ducha de agua bien caliente (he utilizado el gel de mi querido hermanastro; el champú no, porque no es anticaspa), bajo a la cocina para meterme en el organismo lo que he enumerado antes, pero le añado un analgésico porque me han salido unas agujetas horrorosas en cada músculo del cuerpo y me duele la espalda como si hubiera levantado en volandas al mismísimo Hulk.

—Nosotros nos vamos ya, mi amor —me dice mi madre, que me da un beso en la mejilla—. Que te diviertas mucho con tu musiquita.

—Algún día nos tendrás que llevar contigo para que te veamos tocar, eh —interviene Casimiro.

No, por favor. Una vez invité a mi madre, que se trajo a sus amigas, y empezaron a chillar como adolescentes en cuanto me subí al escenario. Me dio vergüenza ajena.

—Claro que sí, Casi, cuando queráis —le respondo para salir del apuro, porque estaría bastante feo decirle que no lo voy a invitar; sería capaz de llevarse al tonto de su hijo—. Voy a seguir arreglándome.

Me adentro en el baño de arriba, que se suponía que iba a ser para mí solo, pero ahora debo compartirlo con Axel. Me lavo los dientes, me pinto de negro la raya del ojo y me echo el desodorante mágico que atrae a un millón de admiradores. Después, cojo la guitarra eléctrica de mi habitación y me despido de Señorita Rottenmeier, que la he pillado haciendo pis en una caja de arena que no es la suya. Al bajar al recibidor, descubro a Axel a punto de salir de casa, vestido con la ropa que hemos rescatado del que era su apartamento.

Como está de espaldas a mí, admiro el culazo que le hacen los vaqueros tan ajustados que se ha puesto y, cuando se da la vuelta porque soy un ruidoso bajando las escaleras, me doy cuenta de lo bien que le quedan la chaqueta negra, también vaquera, y la camiseta azul lisa.

No me puede dar más asco este tío, de verdad.

—¿A dónde vas con tanta prisa, Axel de la Rosa? —le pregunto.

Antes de responder, pasea su mirada por todo mi ser a cámara lenta, igual que he hecho yo cuando me lo he encontrado en mi habitación de improviso esta mañana.

¿Sólo han pasado unas horas desde que estamos conviviendo juntos en contra de nuestra voluntad? Parece que llevamos una eternidad.

—He quedado con unos amigos para cenar.

—Pues enhorabuena, te ha tocado el gordo de la lotería —lo felicito, y le dedico una sonrisa falsa—. Me tienes que acercar al local donde toco. Me lo debes, por haberte ayudado con la mudanza.

Podría coger el metro directamente, pero es más divertido aprovecharme de mi hermanastro. Además, se lo merece, que por su culpa voy a tener agujetas hasta que me jubile.

Axel exhala mirando al techo, como si les estuviera pidiendo auxilio a las arañas inexistentes.

—Está bien. Vamos.

En cuanto planto mi trasero en el asiento del copiloto y él en el del conductor, los litros de perfume que se ha arrojado producen que mis hormonas se pongan a dar volteretas a toda hostia.

—Joder. —Abro la ventanilla para que se airee un poco este trasto—. Qué pestazo, tío. A ver si te duchas, que hueles a puerco.

Axel se acerca la nariz a la axila derecha.

—Serás tú el que desprende el mal olor, porque lo único que huelo es mi perfume.

—¿Sabes que nuestro propio aroma corporal no lo percibimos? —Me tapo la nariz y él arranca el coche—. Hazme caso: apestas. Ese perfume tuyo estará caducado.

—Tú sí que estás caducado —me responde—. ¿A dónde te tengo que llevar?

No le digo la dirección exacta del sitio en el que toco, sino que me deje por el barrio Gótico, y de ahí me iré andando hasta el local, que se encuentra a unos pocos minutos, donde me estará esperando mi banda.

Somos cuatro integrantes en total: Iris, la otra guitarrista, que la conozco desde parvulitos; Candela, la baterista, que es nuestra amiga desde primero de secundaria; y mi Rober, el bajista y hermano pequeño de Candela. Como a todos nos apasionaba la música y sabíamos tocar algún instrumento o cantar, decidimos formar un grupo de rock; ensayamos unas cuantas tardes a la semana en el garaje de Iris y, desde el 2018 (exceptuando los meses interminables de la pandemia), actuamos todos los sábados sin falta en algún local de Barcelona.

Mientras Axel conduce, echo un vistazo a la parte de atrás del coche y me fijo en que han desaparecido sus pertenencias y su querida televisión como por arte de magia. Me pregunto quién lo habrá ayudado a trasladarlo todo a su habitación, porque yo, en cuanto este tío ha aparcado al lado de casa, he huido hacia mi cuarto y me he tirado en plancha sobre la cama.




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