—Os propongo que vayamos a un sitio a tomar unas copas —nos dice Gerard a sus amigos y a mí cuando salimos del McDonald’s—. No hay que andar mucho; está aquí al lado.
A todos nos parece bien su idea, porque hoy es la primera vez en mucho tiempo que puede salir por la noche, ya que sus hermanas van a hacer una fiesta de pijamas en casa de una de las amigas.
Mi amigo nos guía hacia el local al que se refiere y, en cuanto atravesamos la entrada, el contraste entre el ambiente que hay dentro, con un montón de melenudos salidos del infierno, y los sitios que solemos frecuentar nosotros, que somos gente vestida con ropa normal, es altísimo.
—Oye, tío, ¿estás seguro de que este es el sitio al que querías que viniéramos? —le pregunto—. ¿No te habrás equivocado?
—Sí, este es.
—No encajamos mucho, eh —comenta Gina echándole un vistazo a su alrededor con una mueca de asco—. Creo que poca gente se baña aquí. Menudos pelos tienen todos.
—Totalmente —interviene Rodri entre risas—. ¿Por qué no nos vamos a un bar más normal, donde pueda ligar con gente normal, escuchando música normal? Aquí voy acabar con dolor de cabeza.
—No —nos responde Gerard, tajante, y los tres posamos nuestra vista en él, extrañados—. Ya que hemos venido hasta aquí, nos quedamos. Seguro que en el fondo no es tan horrible como parece, y puede que descubramos un nuevo género musical.
Lo contemplamos como si alguno de los zombis que nos rodean le hubiese comido el cerebro.
—¿Qué te pasa? —le pregunto—. Estás raro hoy.
—Tu sí que estás raro desde que has regresado a Barna —replica—. ¿Qué te han hecho los ingleses?
—Yo estoy como siempre. Eres tú el que se comporta extraño, que te conozco como si te hubiera parido.
Decidimos ir a la barra a pedir algo y, mientras la camarera nos prepara las bebidas (la mía, una cerveza sin alcohol porque me he traído el coche y tengo que conducir), la banda de chicas del escenario termina su actuación. A continuación, aparece un tío, también con la melena larga, de unos treinta y tantos años, para dar paso al siguiente grupo, que se llama Lapislázuli. Según sus palabras, parece que es el favorito del público porque los ha apodado como «los reyes de la noche» y la gente se ha puesto a gritar con histeria.
—Cómo chillan todos —se queja Gina a mi lado—. Ni que fueran One Direction.
—O la reina Taylor Swift —añado yo riéndome.
Cuando los supuestos reyes de la noche hacen acto de presencia en el escenario, se me escapa tal carcajada que casi me atraganto con la cerveza.
Qué mal gusto tienen estos melenudos.
Una chica morena, con el flequillo recto y las piernas kilométricas, se coloca detrás de la batería; otra chica, pero rubia y mucho más bajita, que es la que aporta color a la escena con su vestido fucsia y su melena, ocupa el extremo izquierdo del escenario con una guitarra eléctrica; el falso Taylor Lautner, de la primera peli de Crepúsculo, se pone en el extremo derecho para tocar el bajo; y, en medio, con un micro y otra guitarra eléctrica, vestido con unos vaqueros negros con cadenas y una camiseta de manga corta de estilo roquero, se encuentra Daniel.
—Te pienso matar en cuanto salgamos de aquí —le digo a Gerard dándole una palmada en el hombro.
—Estoy cotilleando la ubicación de mis hermanas por si me han engañado. —Mi amigo se hace el tonto con la vista clavada en su móvil—. No sé de qué me hablas.
—Ya, ya.
Al levantar la mirada y posarla en el escenario, finge no conocer a las personas de ese grupo porque añade:
—Hostia puta, me acabo de enamorar.
—Ah, ¿sí? ¿Y de quién?
Este se cree que nací ayer. Me acaba de hacer una encerrona, porque el otro día le conté que Daniel había formado un grupo de música y que se había convertido en mi hermanastro. Las dos cosas ya las sabía.
—De todos, pero hay un empate entre la morenaza de la batería y el que está en medio, que tiene el look de Johnny Depp. Tengo un dilema interno sobre a quién debería lanzarle mis calzoncillos.
¿De Johnny Depp? No puedo evitar reírme, aunque es cierto que tienen en común el peinado.
Gerard me arrastra entre la gente hasta una de las primeras filas, porque quiere verlos más cerca. Por el camino, intento por todos los medios no chocarme con ningún melenudo con el sobaco apestoso, que acabe por tirarme la cerveza sin querer. Rodri y Gina, que han sido más listos, han decidido quedarse en la barra.
—Espera, espera, espera… —Gerard simula estar flipándolo mucho—. ¿Esos no iban con nosotros al insti? ¿El Johnny Depp no es tu Dani?
—¡No me digas! —Lo miro, sospechando de su comportamiento.
—Espera otra vez… ¿La baterista no es mi Candy? —Se tapa la boca con una mano, maravillado—. Joder, joder, joder. Era mi crush.
Se le da de diez actuar, pero a mí no me la cuela.
En el momento en que Daniel, el vocalista del grupo, comienza a cantar su canción ruidosa mientras toca la guitarra, no sé lo que me ocurre, porque acapara cada uno de mis sentidos. Me quedo eclipsado mirándolo y escuchándolo, y no atiendo a nada más que no sea él; ni siquiera me entero cuando alguien me da un pequeño empujón y se me derrama parte de la cerveza sobre mis zapatillas de deporte blancas, impolutas, y mi camisa azul.