Ojo por Ojo

Cuento II: El cajón

Esto ocurrió cuando tenía 16. Mi tío se dedicaba a hacer y renovar ataúdes y, como yo vivía con él por razones de las que prefieron no hablar, le ayudaba cada vez que podía.

 

Un día nos trajeron un ataúd guinda, bien maltratado y viejo. Parecía que había estado a la intemperie por mucho tiempo. Le dije a mi tío que no nos serviría y que mejor lo botamos. Pero el viejo era bien testarudo y decidió que nos lo quedábamos para arreglarlo y venderlo. Y ya pues, ¿qué podía hacer yo? Lo llevamos al taller, sufriendo porque pesaba horrible. Mi tío me dijo que era de roble, que ya veía, que nos iban a pagar buena plata por él. Mi primito lo veía con ojos extraños mientras lo acomodábamos en una de las mesas de trabajo. Luego nos metimos a la casa, almorzamos y dormimos toda la tarde.

 

Tres noches después, cuando cenábamos, mi primito salió al baño y cuando regresó, nos dijo a su papá y a mí que se oían ruidos desde el taller, que alguien le hablaba. Mi tío le dijo que lo deje, que termine su plato y se vaya a la cama. Pero sus ojos estaban bien abiertos. Mi tío me miró y los dos sabíamos que debía ser el ataúd que nos habían traído. Esa noche me mandó cerrar bien las puertas y las ventanas. Toda esa semana se siguieron escuchando ruidos del taller, pero solo en las noches. Sonaba como si el cajón saltara. Ya no se podía ni dormir, te digo. Ni siquiera habíamos vuelto a tocar ese cajón desde cuando llegó porque teníamos que terminar otros dos, pero los ruidos no paraban y ya nos estábamos asustando feo. 

 

Al octavo día, los muchachos que nos habían traído el ataúd aparecieron. Habían venido a preguntar si ya lo habíamos vendido para que les demos su comisión. Eran clientes antiguos de mi tío, "buenos chicos", me había dicho. Ellos recogían los cajones que eran desenterrados del cementerio del pueblo, botaban los huesos que habían adentro y se los traían para que los


 

revenda. Pobrecitos los muertitos, cuando los familiares no terminaban de pagarles el derecho de tierra, la administración del cementerio los sacaba de sus tumbas y los tiraban en el pampón que había al lado. Dios los perdone. Mi tío les dijo que aún no lo había vendido y los chicos ya se iban, pero como hacía un calor de la patada, les invitó a pasar a la casa para darles agua. Los chicos entraron y ahí empezó el ruido de nuevo, pero bien fuerte, como si un epiléptico convulsionara dentro del cajón. Todos corrimos al taller. Incluso mi primito. Apenas y nos alcanzaba con sus pasitos. El ataúd vacío saltaba como un poseso. Todos estábamos aterrados, menos mi tío, que tenía ya veinte años en el negocio de los cajones. Él estaba más tranquilo, pero también tenía miedo, podía verlo en sus ojos. Del cajón salía una voz que preguntaba. "¿Qué hago aquí?", decía, "sáquenme de aquí", "no quiero estar aquí". Mi tío le respondía que él ya no pertenecía a este mundo, que por favor descanse en paz, pero peor se zamaqueaba el ataúd y casi se cae de la mesa de trabajo si los dos muchachos no lo hubieran agarrado. La cosa se calmó cuando mi tío empezó a rezar el Padre nuestro. El zamaqueo se detuvo y la voz ya no se escuchaba, y todos nos quedamos mirando, helados a pesar del sol.

 

Después de eso, mi tío le dedicaba 3 horas diarias a la renovación del ataúd, hablándole mientras lo lijaba, pintaba, barnizaba y pulía. "Ve tranquilo, hijito", le decía, "ya no tienes nada que hacer acá, descansa". Yo le ayudaba cada vez que podía y cada que terminaba la jornada orábamos". Antes de que estuviera acabado, mi tío había llamado al cura cuatro veces, una vez cada dos días, cuando el zamaqueo comenzaba de nuevo. "El padrecito lo va ayudar a cruzar", decía. Al final los zamaqueos se detuvieron, pero cuando llegó la hora de venderlo, mi tío no quiso. "No puedo vender un alma", me dijo.

 

Al día de hoy, el ataúd sigue en su taller, paradito en una esquina.



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En el texto hay: misterio, venganza, crimen y suspenso

Editado: 28.05.2020

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