Nunca he sido bueno para consolar a nadie.
Hace muchos años, cuando Siena y yo salíamos a jugar y, por algún capricho de las veredas huecas, ella se caía y se lastimaba las rodillas o alguna otra parte de su cuerpecito, en vez de confortarla, lo único que hacía era sentarme a su lado. La veía llorar sobre su vestido, pero no podía articular palabra. A veces yo quería decirle que le entendía, que sabía que dolía mucho, pero que su hermano le ayudaría a pasar a casa para que mamá le curara. Pero querer no es lo mismo que hacer y, cada vez que la situación se repetía, sentía que ella me odiaba.
Ahora papá había muerto. Yo estaba de pie junto a su ataúd mientras Siena, del otro lado, lloraba y rogaba a los hombres del cementerio que por favor no lo bajen todavía, no a ese hueco horrible y negro y hondo, y le rogaba a papá también que no se vaya, que no la deje como la había dejado mamá. A mí también me habían dejado, pero ella no lo veía así. Cuando terminaron de bajarlo y se disponían a entregar la pala a los familiares, ninguno de los dos alargó la mano para recibirla y los pocos amigos que tenía papá no se atrevieron a mover un dedo. Siena me miró como si esperara algo de mí y, como no hice nada, bajó la cabeza. Los sepultureros comenzaron su trabajo y sentí que ella me volvió a mirar. Sentía que me odiaba. Cuando levanté la vista ya se estaba yendo.
La mañana anterior había ido a despertar a papá a su habitación y, al verme parado en la puerta, trató de disimular el dolor que lo aquejaba.
-No me mires así- me dijo, mientras luchaba por levantarse-. Este viejo aún está tan fuerte como un roble.
Yo no le creí, pero no quise herir su orgullo contradiciéndole. Papá era muy orgulloso. Había sido así desde que volvió del ejército tras siete años de servicio, cuando yo tenía diez. Se pavoneaba ante los vecinos con su uniforme e iba vestido así a las pocas reuniones de sociedad a las que le invitaban. Verlo casi arrastrar su cuerpo dentro de su pijama era desconcertante, y triste. Cuando le tendí la mano para ayudarlo a bajar al comedor, me la negó con un ademán de fastidio.
-No me mires así, te digo- continuó-. El día en que Ramiro Jiménez necesite al hijo para caminar dentro de su casa será el día en que se muera.
No insistí. Dos horas después del desayuno se desmayó y no se volvió a levantar.
Once años despues del regreso de papá, el cólera se llevó a mi madre, tras una larga semana de sufrimiento y quejidos lastimeros en las madrugadas que me hacían llorar de impotencia en la oscuridad de mi cuarto. En las mañanas, antes de ir a trabajar, pasaba frente a su habitación, me detenía junto a su puerta y, justo cuando estaba a punto de entrar, me decidía por marcharme, pues tenía miedo de no encontrar dentro a mi madre, sino los retazos dolorosos que la enfermedad habría dejado de ella. En su última noche, llamó mi nombre desde su lecho. Siena tocó mi puerta, pero no salí. Y aunque papá entró y casi me saca a golpes nada logró más que tumbarse al suelo a gacho y preguntar por qué era así. No pude darle una respuesta y mamá se fue sin despedirse de mí. En su sepelio, Siena me dirigió una única palabra, la cual brillaba como un letrero en mi mente desde entonces: "cobarde". Un mes luego, al cumplir los dieciocho, tomó una beca para estudiar en Inglaterra y desapareció de mi vida. Dicen que uno solo ve a sus parientes en los entierros o en los matrimonios. Hoy veo que tienen razón.
En lugar de regresar a casa me puse a caminar, llegando a la avenida Alfonso Ugarte, con la cabeza gacha y la mente pensativa, pasando al lado de decenas de personas que tal vez tuvieran una vida mejor que la mía.
Papá había muerto, y desde hacía veintidós años su compañía había sido la única que había tenido, pues así como nunca he sabido consolar a nadie, nunca he sabido amar a nadie y nadie nunca me ha sabido amar a mí. A los cuarenta y tres años la piel de una mujer era algo extraño para mí, un placer que nunca había encontrado, y nadie me había llamado "amor" sino las prostitutas que la noche traía al centro de Lima en busca de clientela. Nunca había pensado en formar una familia propia. Solo quería recuperar la que había sido mía. La que ahora no era más que un fantasma del pasado que atormentaba mis sueños. La que no podía recuperar.
Al llegar a la plaza Dos de mayo, doblé hacia la avenida Moquegua y me adentré luego en las estrechas calles del jirón Cañete. A mi costado, el mercado La Aurora se desmoronaba e iba siendo remodelado para seguir albergando a través de los años a los compradores que nunca se preguntarían por la historia debajo de sus cimientos.
La vida con papá había sido monótona, pero tranquila. Cada día nos turnábamos para preparar el desayuno y, a la una en punto, aparecía en la naciente redacción de La República para entregarme un tupper con mi almuerzo caliente dentro. Había aprendido a cocinar en el ejército. Cuando llegaba a casa por las noches no hablábamos mucho y solo los días domingo, cuando cenábamos con una botella de vino en la mesa, se animaba a contarme sobre sus años de servicio o lloraba por mamá y me preguntaba por qué no quise verla aquella noche, si me había querido tanto. Ahora papá había muerto y se había ido sin que pudiera darle una respuesta.
Giré hacia la derecha en el jirón Huancavelica que luego se convirtió en el jirón Santa Rosa y, al llegar a la Iglesia San Pedro, doblé la calle hacia la izquierda. Una joven de rulos castaños chocó con mi brazo y en cartapacio en el que tenía los papeles de defunción cayeron al suelo. Ella lo levantó, me lo entregó sonriendo y, tras murmurar un "disculpe", siguió su camino. Mis mejillas se enrojecieron mientras me alejaba. Una mujer desconocida me había sonreído, y no era una prostituta.
Papá nunca preguntó el porqué de mi soledad o por qué nunca tuve una novia que presentarle o alguna chica que quisiera meter a casa a escondidas. Luego de la muerte de mamá, poco o nada había hecho por indagar sobre mi vida y, la verdad, me alegro de que haya sido así. Papá, tal vez sin saberlo, me había dado una vida apacible. Yo leía mis libros en mi cuarto y él leía sus periódicos o revistas en el suyo. Veíamos la tele en horarios diferentes y los sábados se la cedía completa para que viese "Trampolín a la fama" u otro programa concurso. Solo una mañana hacía dos años se había casi abalanzado hacia mí para hablarme de algo que le importaba. Levantaba un ejemplar de "El diario" frente a mi cara, cuyo titular rezaba "Quema de ánforas en Ayacucho", anunciando sin saberlo el inicio de la mayor crisis de violencia que hubo en el país.