Ojo por Ojo

Cuento V: CUCO

 

12:12 a.m. Henry no puede dormir. Se agazapa lo más que puede contra sus sábanas. Da vueltas y vueltas en el colchón de esponja tratando de relajar sus músculos, buscando una posición satisfactoria en la cual pueda descansar, y mira hacia el techo mientras pestañea compulsivamente con la esperanza de fatigar los párpados y así evitar que se levanten nuevamente. Antes le ha funcionado, pero ahora parece no tener punto alguno. "¿Qué hago?", pregunta, y el techo blanco no responde. Las sombras de los árboles se colan por su ventana y sus hojas susurran entre ellas al ritmo del viento gélido. Henry no entiende lo que dicen, sin embargo, sabe que no hablan de nada amistoso.

Súbitamente, el farol de la calle de al frente, el que ha dejado de funcionar hace una semana, reinicia su ciclo de vida y la luz naranja que empieza a emitir extiende sus dominios a través de la cuadra. En el techo de su habitación, Henry ve como las sombras de los árboles comienzan a adquirir diversas formas gracias a la nueva iluminación: los troncos se enmarañan entre sí, las hojas parecen cobrar vida y las ramas se entrelazan y parecen alargarse infinitamente a lo largo del techo. "Sombras. Son solo sombras", piensa, cuando sus ojos, ensalzados por el miedo naciente, logran enfocar un gato montés entre la negrura que colma su visión. Ahora ve un perro, un perro flaco y de ojos naranjas que parecen hundirse en sus cuencas. Ahora una cabra, una rata y un sapo, todos negros, toman vida a través de la paraedolia y aparentan acercarse más y más a su cama, como esperando el momento exacto en que Henry cierre los ojos para atacarlo y hacer de su pequeño cuerpo varias partes más pequeñas aun, como un rompecabezas que papá querría re-armar después, tal vez en la mañana.

Instintivamente cubre su cara con las sábanas y se repite a sí mismo que, cuando las quite, los animales monstruosos se habrán ido, dejando su habitación para volver al mundo tenebroso del que seguramente han venido. Su transpiración comienza a mojarle la cara y los latidos de su corazón martillan sus oídos; las sábanas, ligeras como plumas, suben y bajan al tiempo que el niño exhala e inhala, exhala e inhala, humedeciendo la tela. HUHHH, HAHHH, HUHHH, HAHHH, se oye a sí mismo, y trata de aminorar los sonidos de su respiración para que de esa forma los monstruos crean que ya se ha dormido (¿o que ya se ha MUERTO?). "Cuando vuelva a ver se habrán ido", piensa de forma repetitiva y sus manos se convierten en puños que estiran más las telas sobre su rostro, "se habrán ido".

De pronto un aguijonazo de valentía cruza su espalda y, sin dudarlo, aparta las sábanas blancas. Sus pupilas se dilatan, trata de ver y busca entre las sombras rodeadas de tenue luz anaranjada algún vestigio de los animales/monstruos que hace un momento lo asustaron tanto.

No hay nada.

Nada más que las sombras de los árboles, esos en el jardín cuyas ramas oscilan juguetonamente al compás del aire. Un momento aquí, un momento allá. Nada más que el SHRRSH SHRRSH de las hojas al chocar entre ellas.

Los cabellos de Henry, crispados, comienzan a relajarse, vuelven a ser los rizos que siempre han sido. "¿Qué me pasa?", se pregunta, "¿qué me pasa hoy?", y empieza a dar vueltas nuevamente. Se pone a buscar entre sus recuerdos más recientes y un pensamiento -"¿tienes miedo?"- emerge hasta su conciencia en forma de palabra, la cual se presenta casi tangible pero a la vez indefinida frente a él: Cuco.

Sánchez, su compañero de jardín de infancia, le contó a todos sobre el Cuco: aparece en la oscuridad de la noche para llevarse a los niños que se han portado mal. Se los lleva y les hace cosas terribles, cosas que no se pueden describir y que causan tanto dolor que, una vez que uno cae en sus garras, lo único que quiere es MORIR. Al escucharlo, Henry saltó de su asiento, pues, a diferencia del resto de sus compañeros, él sabía muy bien lo que era MORIR. Lo sabía desde el invierno pasado, cuando su primo Víctor sufrió una pulmonía y él tuvo la ocasión de verlo MUERTO en su pequeño ataúd, pálido como un hoja de papel tras aquella delgada película que era el vidrio, y con algodones que sobresalían de sus orejas y nariz. "¿Tienes miedo?", le preguntó Sánchez, un año mayor que el resto de la clase, al notar su sobresalto. Henry sacudió la cabeza en negativa y pronunció un rotundo "no", mintiendo.

Un golpe en la ventana lo devuelve de su abstracción y sus ojos se abren como platos: el cuarto no está alumbrado más que por la luz de la luna. El farol en la calle de al frente se ha vuelto a apagar y las sombras de los árboles se han ido del techo. Otro golpe contra la ventana, como un latigazo, lo pone a temblar y, tras vacilar un momento, decide que lo mejor es esconder su rostro en la seguridad de las sábanas. Trata de hacer desaparecer los ruidos de la misma manera en que lo hizo con los monstruos sombra pero esta vez la fórmula no funciona. "Cuco", piensa, y el pensamiento retumba en su cerebro como baquetas en un tambor, TUMMM TUMMM, resuena y se cubre los oídos bajo las sábanas con la esperanza de acallar los latidos. "Dije que no le tenía miedo", recuerda. Tal vez el Cuco venía a cobrarse esa mentira.

Henry quiere salir de la cama y correr hacia la habitación de sus padres pero, tras razonarlo un momento, se da cuenta de que no puede. ¿A quién acudiría? Papá está más exhausto que nunca por el trabajo y además de eso, el niño sabe que está PREOCUPADO por las cuentas que hay que pagar a fin de mes y los problemas con mamá. Despertarlo ahora no haría más que acrecentar su fatiga y darle otra PREOCUPACIÓN, ya que podría pensar que se está volviendo LOCO. Mamá le comprendería, pero ahora no está en casa: ha ido a visitar- se ha llevado sus maletas- a la abuela, en Arequipa, y "no volverá hasta el lunes", como le dijo papá.

Sin armas contra lo que sea que está aporreando la ventana y ahora hace crujir las ramas como si subiera por ellas arrastrando un peso inimaginable consigo, Henry se lleva involuntarianente el dedo pulgar a la boca. Tras notarlo, lo quita, pues aquel es un recurso de bebés y él, a sus cinco años, siente que ya no es uno. Su pecho late a ritmo creciente y el sudor empieza a escurrírsele por las piernas- tal vez no es sudor-, y de alguna manera sabe que la única forma de calmar sus sentidos y detener aquella aberrante emoción -"¿tienes miedo?"- que empieza a invadir cada músculo de su cuerpo y amenaza con fundir su cabeza es acercarse a la ventana, asomarse por el alféizar y asegurarse de que aquel sonido no es más que el de las ramas impulsadas contra el vidrio gracias a los vientos impasibles del invierno, o más simplemente, no es más que el de su imaginación jugándole una mala pasada. Movido por esta posibilidad, Henry aparta las sábanas, se sienta en la cama formando un rígido ángulo de noventa grados y, tras un momento de duda, sus pies tocan el suelo. El frío producido por el parqué contra sus plantas le hace sentir mejor y se acoge a esta sensación mientras avanza hacia la ventana. "Pie izquierdo, pie derecho", suena en su cabecita, al tiempo que se abre paso entre la oscuridad del cuarto, que a pesar de haberle sido familiar desde el nacimiento le parece un lugar extraño, no menos desconocido de lo que le sería el cuarto de algún hotel de Budapest. La luna, que ahora aparenta estar más grande y baja que nunca, filtra sus rayos hacia la habitación y baña sus paredes de plata, dándoles un aspecto que en otras circunstancias sería mágico, pero que en el momento no es más que tenebroso.



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En el texto hay: misterio, venganza, crimen y suspenso

Editado: 28.05.2020

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