Ojos color sol

Ojos color Sol

“Ellos son bestias inteligentes, te robaran tus sueños mientras duermes” En las noches bajo las sábanas blancas de mi cama, relataba María con susurros. Ella ocultaba una linterna bajo su colchón de la señorita anastasia, una monja recién llegada al orfanato e impasible con los niños. Los jueves cada noche, cuando los grillos cantaban y la luna estaba en su punto más alto, ella se escapa del ala Este del orfanato, donde solo los niños grandes podían estar. La guardia era más baja, gracias al ayuno que las monjas hacían cada semana ese mismo día. “¡Emilie! tu cuentacuentos ha llegado. Viajemos a nuevos mundos donde los adultos son conejos blancos, y la magia existe” Decía eufórica, con una emoción contagiosa que me hacía sentir viva. Era tan vivaz cada vez que aparecía en mi cuarto y se escabullía en mi cama. 

La primera vez que la vi fue efímero, a mí me abandonaba mi padre y a ella la adoptaban una pareja joven, nuestras miradas se encontraron, fue un momento fugaz, pero sus ojos de miel tan claros como el sol, se plasmaron en mi mente, tanto que olvidé el motivo de porque lloraba ese día. Creí que nunca la volvería ver, hasta que meses después, cuando era mi turno de cuidar el jardín, la encontré en medio del campo de girasoles, acurrucada y escondida, “Eres tú” fue lo único que salió de mi boca. Me jalo del brazo cuando se percató de mí, agachándome junto a ella. 

—Hola —en medio de susurros, miraba los alrededores asegurándose que nadie se percatara de su presencia o la mía— ¿Quieres perderte en el mundo de los sueños? —sus ojos brillaban. En seguida saco un libro debajo de su falda y yo me conmocione y azore al ver que tenía un artilugio prohibido. Solo basto ese momento para saber que quería ser su amiga.  

Al inicio nos encontrábamos en el bosque de coníferas que se levantaba prominentemente detrás del orfanato, en una fuente abandonada donde reposaba una dama preciosa esculpida en piedra la cual tenía una pierna rota. María leía con la avidez de un cuentista, atentamente recuerdo varios momentos en donde me veía en otro mundo lejos de la realidad que monopolizaban los adultos y te abandonaban a su antojo, con ella, solo con ella. 

—¿Por qué te abandonaron? —pregunte finalmente, con la curiosidad carcomiendo mi conciencia, sabía que esa pregunta, no se le hacía a ningún niño; era una regla imaginaria. 

—¿Por qué un adulto abandona a su hijo? —Respondió ella con otra pregunta, a lo que pareció muy ingenioso de su parte. Ella seguía acostaba sobre la hierba seca, recostando su cabeza sobre una rama que sobre salía de un árbol, tapando su rostro con el libro abierto. No respondí, porque no sabía la repuesta. 

A lo que le pregunte. —no sé ¿Por qué? —esperanzada de que ella tuviera la respuesta. 

—Porque ya no lo necesita. Porque le hace más difícil vivir. Por mero gusto y satisfacción. Porque se olvidaron de que alguna vez fueron niños. 

—Pero a ti te adoptaron, lo vi con mis ojos —me estremecí apretando mi falda a los costados. 

—Volví, porque tu llanto me llamó. Así como la hada madrina y cenicienta. Soy… tu hada madrina—no dijo más después de eso. Sentí como mis mejillas se sonrojaban ante esa declaración. Ella sonrió como siempre lo hacía y se mantuvo en esa posición hasta que llegó la hora de volver. 

Duramos un mes, encontrándonos en esa hermosa fuente, recitando poesía, leyendo cuentos extraordinarios y dejando volar nuestra imaginación a donde mas no poder, hasta que un día María propuso de la nada escaparnos del orfanato. 

—Nos iremos, a la media noche cuando las monjas duerman. Sera como ¡Peter pan! ¡Jamás nos convertiremos en adultas y viviremos juntas para toda la vida! 

Lo primero que pensé fue que era una idea muy alucinante. Yo la admiraba, así que todo lo que ella dijese era correcto para mí, pero ese día cuando inspeccionamos el área, me di cuenta de que el orfanato estaba encerrado por un muro tan alto que hasta tenía que doblar la cabeza para ver donde terminaba y que la única salida era el puente que era resguardado por una puerta metálica.  

—No podremos —replique entre sollozos— Tengo miedo de que algo malo nos suceda. 

 Me observó en silencio, arrugó la frente con desaprobación y se marchó. Intenté seguirla, pero tropecé con una raíz y caí. Ella nunca me decía nada, no sabía nada de ella; ni, aunque le insistiese, en cambio yo era un libro abierto; nunca me callaba y me expresaba abiertamente. No volví a saber de ella hasta el día siguiente cuando reunieron a todos los niños en la capilla de la iglesia, era la primera vez que nos reunían a todos. Ella estaba en muletas y con una pierna enyesada, y su expresión completamente apagada. La más viejas de las monjas nos reprendió a todos señalando a María de ejemplo. 

 —Ustedes hijos del demonio, al siguiente que pille trepando las murallas del orfanato, no será una pierna la que rompa ¡serán dos! —mascullo, gritando y echando pestes a quien fuera que la observara, incrédulo o indiferente. 

Ese dia hacia mucho frio y me temblaban las piernas. Jamás nos habían reunido a los niños de las dos alas y extrañamente María no me quitaba la mirada de encima. 

Poco tiempo después cercaron alrededor del orfanato, me imaginaba dentro de una prisión. Estaba desesperada porque no podía ver a María, llevaba casi dos semanas sin poder verla y mi ansiedad aumentaba con el pasar de los días. Decidí preguntarle a una monja el día que me permitieron salir. 



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En el texto hay: muerte, orfanato, niñez

Editado: 09.04.2023

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