Capítulo 35: Quien mejor guarda secretos, parte IV.
Tenemos un plan.
Cinco hombres aparecieron en la habitación. Uno de ellos, un poco anciano, estaba tan cerca de Ale que él tuvo que dejar de respirar un momento porque si lo hacía, el anciano sentiría su respiración en la oreja. A primera vista, Ale pensó que el anciano era de piel negra, con algunas manchas extrañas de color rojo, pero luego de fijarse bien, notó que las manchas de color rojo tenían forma de arañas, y que, de hecho, su piel no era negra, sino que se encontraba oscurecida porque en ella había miles de manchas de color negro en forma de arañas también, las cuales dejaban muy pocos espacios visibles en su piel en los que se apreciaba su tono de piel moreno.
Luego de que los cinco hombres se acercaran a Melisa, Ale sujetó fuertemente la mano de Katia para que ésta dejara de temblar un poco, y se movieron muy lento y en silencio hacia una pared para observarlos desde aquí.
—No está muerta, ¿cierto? —preguntó el anciano de las manchas de araña mientras tomaba asiento en un sillón de color verde oscuro junto al librero.
Un hombre con un pantalón de un espantoso y descolorido color café, con una bata blanca con manchas cafés y otras de un muy intenso rojo oscuro, y de pelo castaño y desaliñado, se puso de rodillas junto a Melisa, le tomó el pulso y, luego de sacar una pequeña linterna del pequeño bolsillo de su bata, revisó la reacción de sus pupilas—. Le fue bien, tendrá una que otra cicatriz, pero vivirá —aseguró mientras revisaba las heridas a lo largo del cuerpo de Melisa.
—Les dije que el gato monstruoso no se atrevería a matar a su hija —dijo con orgullo otro hombre, de cabello blanco con alguno que otro mechón dorado, y de almendrados ojos verdes, y el cual, por las descripciones que Dalila le había dado una vez, Ale creyó que se trataba de Bernardo Cano Vidal, la mano derecha de Esteban.
—Es cierto que Esteban se contuvo, pero, aun así —farfulló otro hombre, quien a Ale le dio la impresión de haberlo visto antes en algún lado, de cabellera castaña y profundos ojos azules, miró con tristeza, lástima y culpa el lamentable aspecto de Melisa.
—Saben bien que, si esa niña se muere, nosotros nos largaremos, ¿cierto? —comentó el más anciano de todos, el cual, lucía tan anciano como el papá del señor Alan, pero de alguna forma parecía el más imponente de aquella habitación—. Bernardo, abre la maldita puerta para que podamos sacar a mi nieto de esa habitación y llevemos rápido a Melisa a la base para que Dean la atienda como es debido.
El señor Bernardo asintió y se dirigió hacia el librero, lo hizo a un lado con tanta facilidad que Ale supo que el librero solo era una puerta camuflada de librero, que cubría otra puerta de metal de la que provenían los rugidos que aún no cesaban. Entonces, el señor Bernardo introdujo un clave en un teclado al lado de la puerta que por desgracia Ale no fue capaz de ver y la puerta se abrió, dejando salir unos rugidos mucho más fuertes y aterradores.
—No hay luces adentro, ¿cierto? —preguntó el más anciano, quien caminaba lento pero firme con ayuda de su bastón hacia aquella puerta oculta.
—Basta con la luz de esta habitación —aseguró el señor Bernardo. Caminó hacia la pared, muy cerca de Ale y Katia, y luego de prender la luz, regresó con un rostro entusiasmado donde estaban reunidos los demás.
—Oigan, creo que será mejor que me vaya adelantando con Melisa —sugirió el hombre de bata blanca—, necesita urgentemente una infusión de sangre.
El anciano parado junto a la puerta se giró hacia el otro anciano de las manchas de araña, quien se hallaba sentado en el sillón verde—. Robin, lleva a Dean y a Melisa a la base, y vuelve en unos 5 minutos por mí.
El anciano de nombre Robin asintió—. Así que 5 minutos, ya te has vuelto viejo, Tahiel. —Le dedicó una sonrisa burlona y luego se esfumó de la vista de todos, al igual que el hombre de bata y Melisa.
El señor Bernardo tomó el lugar del señor Robin en el sillón verde y miró con ojos rebosantes de entusiasmo al señor Tahiel y al otro hombre de cabellos castaños, quienes aún permanecían ahí—. Observaré el espectáculo desde aquí.
—Tú primero, chico —le indicó el señor Tahiel al hombre castaño que de inmediato le devolvió una mirada llena de preocupación.
—¿Está bien que vaya yo? Justo ahora soy la persona que Esteban más odia, si me ve, seguro se pondrá peor.
El señor Bernardo chasqueó la lengua—. ¿De qué te preocupas? ¿No es como que vayas a morir?
—Sé que no moriré, y eso no es lo que me preocupa, pero si se pone peor y destroza su casa —, se rascó la cabeza, nervioso—… de por sí ya no me puede ver ni en pintura porque dejé que Dalila se escapara, ahora, si por mi culpa, él destroza su preciada casa, va a ir por mi verdadero cuerpo para matarme en serio, no sin antes matar a Luciana y a Andrés.
Ale y Katia apretaron las manos con las que sujetaban la del otro.
—No si yo no le digo dónde está tu verdadero cuerpo —aseguró el señor Bernardo—, así que deja de llorar y ve.
El hombre castaño, al cual recién Ale había podido reconocer como Nael Halffter, el padrastro de Andrés, entró a la oscura habitación, y aunque parecía casi imposible, los rugidos furiosos del papá de Dalila se volvieron peores, se escucharon golpes muy fuertes de algo estrellándose contras las paredes, pero el señor Halffter no soltó ningún grito de ayuda, mientras que el señor Tahiel y el señor Bernardo se limitaron a ver dentro de la habitación oscura con aire divertido, como si estuvieran viendo a un niño pequeño azotando contra el suelo a una muñeca de trapo, para desahogar su enojo por haber perdido un juguete que le gustaba mucho.