Nuevamente un sueño me atormentaba, pero aquí no había H.E salvajes ni luna llena, solo oscuridad. Sabía que Antonio estaba a mi lado, pero no tenía interés en que lo siguiera, estaba un poco apartado.
Abrí los ojos, el techo blanco de mi habitación me daba los buenos días como siempre. Me empecé a alistar para empezar el día, pensé en que probablemente Antonio tampoco se aparecería hoy por el comedor. Me preocupé. ¿Qué estaba comiendo entonces? ¿Tanta era su angustia que no tenía ni apetito? Quizá anoche debí llevarle algo de comer, me sentí una tonta.
Como me había despertado más temprano de lo habitual, saqué una botella de leche del comedor y también un sándwich de carne. Fui directo a su habitación y la puerta no estaba bien cerrada. Me asomé lentamente. La habitación estaba casi oscura, había dejado las cortinas cerradas. Él se encontraba tendido en su cama boca abajo, la sábana le cubría hasta abajo de los hombros, por lo que pude notar que estaba con el torso desnudo. Sus manos se encontraban escondidas debajo de la almohada que acunaba su rostro.
Me acerqué despacio hasta su velador y dejé la leche y el sándwich. Volví a mirarlo. Sus músculos estaban tensos alrededor de la almohada y su rostro estaba semienterrado en esta, quizá había tenido una pesadilla. Sus hermosas cejas oscuras estaban casi juntas por la tensión, denotando angustia. Me atreví a inclinarme y acariciar suavemente su cabello, poco a poco se fue relajando su expresión. Sonreí.
—Marien... —susurró.
Retiré mi mano, avergonzada.
—¿Sí? —respondí casi susurrando.
Pero no hubo respuesta, él seguía durmiendo. Me sorprendí, estaba soñando conmigo. Mi corazón brincó de alegría, pero todo eso solo duró un par de segundos ya que volvió a tensarse.
—No, no… —murmuró.
Suspiré. Al parecer no soñaba nada bonito. Pensé que no sería bueno estar ahí cuando despertara, así que salí procurando no hacer ruido. Cerré la puerta despacio después de darle una última mirada. Moría por saber qué lo aquejaba tanto.
***
Tal y como lo había pensado, Antonio no apareció a la hora de almuerzo. Me senté muy preocupada, hubiera preferido ir corriendo a verlo a su habitación. Comí un par de bocados y me planteé seriamente la idea de ir.
—No se lo dijiste, ¿verdad? —preguntó Rosy, haciéndome reaccionar.
—No… no he podido, creo que está demás —contesté resignada.
Volvía a tener en mente mi idea original, en la que el amor no tenía cabida aquí, además todo había pasado muy rápido y ahora había acabado de la misma forma.
Marcos suspiró.
—Vuelves a tener esa cara vacía... —murmuró nostálgico—. ¿Tenías que fijarte en alguien con severos problemas? Más fácil era yo.
Sonreí sin muchas ganas.
—No la culpo —habló Rosy—, una vez vimos su torso desnudo... ¡Um! —exclamó levantando las cejas.
—Claro, rayos, debí suponerlo —dijo él, mientras le daba un par de palmadas a su vientre que no se encontraba en muy buena forma que digamos.
Esta vez no pude evitar reír con un poco más de ganas.
—Todo estará bien —me animó Rosy—, de todos modos la confusión no le va a durar toda la vida, esa mala suerte no existe.
Volví a reír. Tal vez sí llegaría a haber tiempo para el amor algún día, no dejaría de apoyar a Antonio en lo que fuera. La tarde continuó. Estaba viendo a Elena rondar por ahí, seguro buscando al joven de ojos verdes al que lo creyó su regalo.
Eran aproximadamente las siete de la noche cuando el caos comenzó. Las alarmas empezaron a sonar en las calles cercanas, esas alarmas estaban programadas para activarse con el paso de objetos sospechosos, en resumen: los humanos evolucionados.
El pánico dominó el lugar, al parecer eran bastantes los que se aproximaban. Corrimos a guardar todas las cosas, me preocupé enseguida por Antonio. Me dirigí a la zona de habitaciones. Marcos y Rosy aparecieron corriendo detrás de mí. Me atreví a ver por los ventanales de la sala de estar principal cuando pasamos por ahí, y la imagen fugaz que obtuve fue espeluznante. Una gran horda de H.E se aproximaba, lo sabía por el brillo en los muchísimos pares de ojos, producto del reflejo de la luz que provenía de nuestro edificio. En ese momento hubo un corte y quedamos a oscuras.
—¡Debemos huir! —gritó Marcos.
—¡No sin él! —grité en respuesta.
Tan pronto terminé de articular la última palabra, me choqué fuertemente con alguien, me hubiera caído hacia atrás pero él me rodeó en sus brazos al mismo tiempo que detenía su carrera. Reconocí su aroma al instante, era Antonio.
—Aquí estás —dijo preocupado—, debiste haber huido ya.
—Eso le dijimos —se quejó Marcos. Se escuchó un fuerte estruendo y corrimos—. ¡Rápido, debemos guardar la toxina!
Al cruzar por un pasillo nos chocamos con Julio.
—¡Tengo un helicóptero arriba, debemos llevar la toxina! —nos gritó.
Se oyó otro estruendo. No sabía si ya habían entrado y estaban tras nosotros.
—¡Escuchen, señores! —dijo una fuerte voz masculina, venía de un altavoz de afuera—. Sabemos qué es lo que tienen y lo queremos ahora, o los mataremos a todos, así de fácil.
Se escucharon más estruendos. Entramos al laboratorio, Julio corrió a sacar la toxina de la caja fuerte y hubo un estruendo más. Sin duda ya habían destrozado los cristales reforzados con algo grande, pues escuchamos sus gruñidos también. Antonio bloqueó la entrada con una de las pesadas mesas justo antes de que se estrellaran contra la puerta.
Se oyeron risas, ya estaban del otro lado.
—Te olfateamos, joven —dijo una voz.
—¡Qué interesante, no está solo! —dijo otro. Rieron.
—En ese caso, no podremos hacer nada por ti —agregó el primero.
¿A qué se referían con eso? Empezaron a estrellarse contra la puerta. Antonio sostenía la mesa para que no lograran entrar, y Marcos corrió a ayudarle.