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No sé cuantos días han pasado desde que me desperté en esta habitación, si es que se le puede llamar así. He perdido completamente la noción del tiempo. Cada vez que mis ojos se abren, tengo que esforzarme para asegurarme de que todo fue real, y no producto de mi imaginación.
Esa escena se repite una y otra vez en mi cabeza. La lluvia, el frío, la sangre, los cuerpos sin vida. El dolor, el miedo, el sufrimiento. Y todo termina con esos ojos de una oscuridad infinita que me atormentan hasta el agotamiento, formando un bucle de locura en el cual me encuentro sumida, y luego solo quedan lágrimas.
Me he permitido derrumbarme y que cada día el recuerdo me invada como olas que arrasan con todo a su paso. He llorado hasta que se me ha hecho difícil respirar, hasta que no ha quedado ni una sola gota en mi cuerpo, hasta que mis nudillos han comenzado a sangrar producto de los constantes golpes. Pero todo fue hasta hoy, porque he dicho «ya no más».
Hoy mis muros se vuelven a levantar y las lágrimas dejan de brotar, porque desde hoy, empieza mi lucha por salir de este lugar, por descubrir la verdad, por dar respuesta a mis preguntas, y sobre todo, por encontrar a los asesinos de mis padres. Al dueño de esos perturbadores ojos grabados con sangre en mi mente.
Ya en esta vida no me queda absolutamente nada. Todo lo perdí esa fatídica noche, porque algo me dice que la escena que iba a encontrar al descubrir a quien pertenecían esos pies inertes me iba a destrozar aún más.
Siempre fuimos nosotros tres. Sin más familia, sin una vida social estable, sin nadie que nos visite y sin nadie a quien visitar. Pero sinceramente no nos hacía falta nadie más, porque los tres éramos un complemento perfectamente equilibrado, jugábamos como niños, hablábamos como amigos y nos amábamos como familia. Y me duele tanto saber que no los volveré a ver, que todo se volvió un pasado sin esperanza de un futuro.
Atrás quedaron esas tardes de diversión que se convertían en persecuciones infantiles por toda la casa. Las apuestas entre mis padres sobre porque profesión me inclinaba, si psicóloga como papá o detective como mamá. Las noches de películas llenas de risas, historias y diversión al ver al afamado, respetado y fornido doctor Maine gritando como niña a causa de las escenas fantasmales, y a la reconocida detective Laurel Vargas dejando caer el tazón de palomitas con su habitual torpeza.
Esos momentos de eterna felicidad ya no están y no volverán. Solo queda este vacío que siento en el centro del pecho que me vuelve débil, sumergiéndome en un desequilibrio emocional del que me tengo que recuperar, porque debo hallar la salida de este lugar cueste lo que cueste, por ellos, porque se los debo y se los voy a cumplir.
Me encuentro en una pequeña habitación que cuenta con una cómoda cama personal vestida con sábanas blancas. El piso es completamente de lozas negras. A mi lateral derecho se encuentra una estrecha puerta que da a un diminuto baño que cuenta con lo necesario. Todo se ve limpio, en orden y completamente normal, excepto por la enorme puerta de metal, abarrotada de remaches y oxidada en su totalidad, que se encuentra en estos instantes justo en frente de mí.
Desde mi llegada no he tenido ningún contacto con alguna persona, todo me lo hacen llegar por una bandeja que se desliza en la parte inferior de la horrible y enorme puerta, y por mucho que grite, llore o pregunte nadie me responde. La habitación no tiene ventanas. Me encuentro totalmente desorientada, aunque por los alimentos que me hacen llegar dos veces al día me puedo hacer una idea de cuando es de día, y cuando de noche. Por el eco de pisadas y puertas rechinando que se produce en el exterior, he comenzado a sospechar que me encuentro en algún lugar subterráneo, y que además puede que se encuentren otras habitaciones como esta, porque en mis momentos de lucidez he logrado percibir gritos de socorro en la lejanía, pero no puedo estar completamente segura.
En un intento por despejar mi mente y borrar los restos de lágrimas me dispuse a levantarme de la cama y encaminarme hacia el pequeño baño. Al estar situada frente al lavabo alcé la vista y la centré en el reflejo desaliñado que me devolvía el mohoso y agrietado espejo. Mis ojos estaban completamente hinchados y enrojecidos, ni las largas pestañas, ni el color gris exótico de estos, aportaban un poco de luminosidad y belleza. Tengo los labios resecos, mi largo cabello negro se encuentra enmarañado y el flequillo está en un completo desorden.
Estoy hecha un asco y no es para menos, así que me dispuse a deshacerme de la ropa que todavía llevaba puesta desde esa noche, y a adentrarme en la ducha para que el agua se llevara toda la debilidad que hasta hoy había permitido que me absorbiera.
Una vez bañada y vestida con una bermuda de lana completamente blanca que me habían deslizado días atrás, me acosté en la cama y dejé que el cansancio ganara, quedándome dormida al instante.
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—¡HAY ALGUIEN AHÍ! —escuché que decía una voz a lo lejos —¡ALGUIEN ME ESCUCHA!
Abrí mis ojos rápidamente y me incorporé quedando sentada en la cama de frente a la oxidada puerta al darme cuanta que esa voz no provenía de mis constantes pesadillas. Me quedé quieta a la espera de poder escucharla de nuevo y confirmar que no fuera producto de mi imaginación, y entonces sucedió de nuevo...
—¡AYUDA!
En un movimiento desesperado corrí hasta la puerta colocando ambas manos sobre esta, como si fuera a desaparecer en cualquier momento. El corazón me latía desbocado y una sensación de esperanza y alivio me inundó.
—Hola, qui... quien eres —fue lo único que logré pronunciar entre balbuceos.
—Hola, me puedes ayudar, estoy encerrado, ayúdame por favor —pronunció esa voz masculina cargada de inquietud desde al parecer la habitación del frente.
Editado: 27.08.2023