A últimas fechas no había logrado dormir bien. Pablo solía miccionar por las noches más de lo habitual, antes lo hacía dos veces y ahora tres o hasta cuatro, todos sabíamos la razón, tenía miedo, y aunque nosotros le comprendemos, esto es de suma peligroso, los sublevados son las personas más avispadas que conozco, y dado que nos encontramos en territorio de nadie, la descampada nos hace más visibles. Desde acá arriba es posible divisar el río Manzanares y la ciudad y sus escombros que día con día se hacen más grandes. Gracias a Dios hemos hallado este pequeño refugio, en una cueva que más parece socavón, estratégicamente protegida por una roca enorme que por ventura del cielo llegó rodando desde lo alto de la montaña, tal vez tras el impacto de una bomba, y el follaje de los árboles que aunque maltrechos y delgados aún nos protegían. Yo ya no tengo miedo, sino más bien tristeza es lo que me embarga, había perdido a mi madre hacía a penas un año, y lloré como un niño, porque entonces lo era, tenía once años, y ahora que tengo doce me considero todo un hombre. Pero siendo sincero, soy débil y de cuando en cuando lloro, por supuesto que siempre lo hago en secreto, no quiero que los niños más pequeños me vean sufrir, menos aún porque aunque no sea oficial yo soy su líder. La tropa se integra por cinco chicos, sí, somos bastantes, Javier tiene tan solo diez años y es quien me sigue más próximamente en edad, Julián tiene ocho años, Fernando siete y el más pequeño Pablo cinco. Les conocí a todos ellos de las más diversas maneras, pero fue Pablo quien más poderosamente llamó mi atención, y es que era él ya toda una leyenda en el barrio en que vivíamos, su "fortaleza" era consabida, y hasta mítica, el niño no lloró cuando su padre le dejó cuando tenía cuatro años, allá en el pueblo de donde su madre le trajo a Madrid buscando la paz y hallando solo la muerte, la señora Teresa murió hace apenas seis meses, de una forma trágica, sin embargo, Pablo no lloró entonces, ni siquiera ahora lo hace, y eso al principio me cabreaba, pero ahora francamente solo me asombra y conturba, la señora Alba, vecina nuestra y amiga del pueblo de Pablo me ha dicho que era común que el niño no llorase incluso cuando su abuela los zurraba a él y a sus primos por cualquier nadería y que era siempre el único. Un día le pregunté a la señora Alba si le había visto llorar de bebé, la señora Alba sólo se encogió de hombros y me respondió «No que yo sepa».