—Deberíamos traer más agua —dijo Javier.
Llevaba yo días buscando un segundo arroyo, el motivo era que temía que el primero se secara, sí, no sabía con precisión cuanto duraría esta fatídica guerra, tal vez muchos años, por lo que mi instinto me hacía ser precavido.
— Sí —contesté de inmediato. Javier era como mi mano derecha, me gustaba tanto que fuese un chico tan bueno, siempre solícito y siempre inteligente, era como un padre en miniatura, si sobrevivimos, él será uno excelente. Bajamos un montículo escarpado, nuestro reino de la montaña tenía cientos de recovecos, piedras escarpadas, escondrijos, conocíamos bien a bien el camino, tal que lo podríamos recitar si lo deseásemos, 50 pasos saliendo de la cueva en dirección izquierda, luego un montículo alto, el cual se debía bajar despacio, con cuidado, después continuar por un sendero de tierra blanda hasta llegar a una zona pequeña de matorrales, y ahí, se encontraba el pequeño brazo de arroyo que nos proveía del líquido vital, suerte que la región madrileña fuese tan rica en ríos. Llevábamos un odre grande, nuestra única posesión importante, la señora Alba lo tenía en su casa y amablemente nos lo regaló cuando decidimos dejarla, la muy pobre por cierto también se fue de Madrid, aunque no sabemos si regresó a su pueblo la Hiruela o sí marchó a otra parte; este odre era una verdadera bendición, lo llenábamos completo de agua y nos duraba esta todo un día, y a veces hasta más, siendo tantos chicos debíamos ahorrar recursos, por cada alimento, de un promedio de dos al día, tomábamos tan solo medio vaso, solo en la noche podíamos beber entre tres cuartos y uno entero. Sin embargo, Pablito tenía el don de enternecernos, y le permitíamos tomar hasta dos, por eso miccionaba tanto por las noches. Esta vez le dije a Javier que se adelantase, este me miró horrorizado, cualquier cambio en mi comportamiento lo asustaba, nuestra situación no era como para cometer errores, pese a esto, traté de tranquilizarlo diciéndole lo que efectivamente iba a realizar: buscar otro brazo de arroyo. Javier aceptó aunque no muy convencido, le vi marcharse y cuando cruzó el montículo yo seguí mi marcha. Bordé gran parte de la montaña, crucé varios árboles, cuidaba siempre andar entre los que tenían el follaje más grande, para no ser visto, para no arriesgarme en lo más mínimo. De pronto escuché un ruido tras de mí, la sangre se me heló y el corazón se me paralizó, giré lentamente. Me observaba, sí, con sus enormes ojos. Era hermoso, era blanco y esponjoso, era una pequeña liebre silvestre. El alma me volvió al cuerpo y exhalé profundo. La liebre permaneció quieta, petrificada mirándome, y aunque se me cruzó por la mente primero cazarla para tener alimento para tres días, luego el corazón me hizo querer atraparla para llevarla a los niños y que jugasen con ella, no obstante, ninguna de las dos opciones era buena, eran más bien imprudentes, por lo que la azucé a marcharse, lo cual hizo dando grandes saltos. Este breve encuentro me hizo reconsiderar varias cosas, entre ellas, que no debía arriesgarme más, no solo por mí sino también por los demás niños, si hubiese sido un soldado falangista quien me hubiese encontrado no solo yo hubiese muerto sino también mis amigos, la cueva no estaba tan lejos de donde me encuentro, igualmente si hubiese sido cualquier vecino de Madrid, nos hubiese sacado a puntapiés de la montaña, por cobardes. A mi regreso, algo pasado del cénit, los niños me esperaban y me recibieron cual héroe medieval que retorna de una gran batalla, sus abrazos me estrujaron más el alma.