Oldfield

III. Atípico New Oldfield (NUEVO)

«Desde que nacemos hasta que morimos somos parte de números; estadísticas, probabilidades y gastos. Formamos el promedio de una serie aleatoria de eventos y no hace la diferencia irse, sino llegar, porque reemplazamos para ser reemplazados y ya me cansé de jugar en la cancha, quiero ser árbitro».

 

Deambularon hasta que dieron con una tienda que se veía como una farmacia precaria, sin aire acondicionado y la señora que la atendía rondaría los cincuenta. La mujer parecía insatisfecha por todo y siseaba mientras Ewan y Gillian caminaban rozando sus codos, Leo los seguía unos pasos atrás revisando un escaparate de vidrio que exhibía golosinas. «Trotamundos», masculló ella hastiada.

—No vendemos medicamentos sin nota médica —graznó la de cabello encanecido y sonrisa amarillenta. Su ojo derecho temblaba y con el izquierdo parecía escarbar en el interior de quien lo enfrentase—. Ustedes piensan que uno es idiota, usan como drogas divertidas el metilfenidato, anfetaminas y benzodiazepinas. ¡Yo lo sé! —vociferó sin dejarlos reivindicar.

—Nada de estimulantes y depresores por hoy —chisteó Gillian, pero nadie le pilló la gracia, Van estaba desconectado de sí y Leo elegía algún chocolate—. Necesito un test de embarazo.

Marie-Ann, nombre bordado en su bata, arrugó las cejas y apretó los labios antes de emitir un juicio. No era ingenua, ellos eran una pareja, lo percibió desde que atravesaron el umbral, y en Oldfield únicamente los casados compraban pruebas de embarazo. Los solteros no las necesitaban, ser castos y recatados era un estándar alto de vida allí.

—¿Es tu esposo? —inquirió.

—¡Nooo! —soltó casi ofendida Gillian y Ewan la vio sonrojarse. Eso fue imprevisto y muy cortante, que esta vez él fue quien moderadamente se ofendió—. No, no, solo salimos... Y, y eso, eso no es de su incumbencia —se defendió dando una palmada en el recibidor.

—¡Ah, sí!, somos un pueblo respetable, sin niños no deseados y adúlteros libidinosos absueltos —bramó aprisionando la muñeca de Gillian—. ¿Estás preñada?, visiten el hospital, ahí los atenderán y «quizá» hasta los exorcicen por pecadores.

—Marie-Ann, los cariñitos en tu zona v harían tu piel relucir y «quizá»—la emuló— hasta te lleve a conocer santos —rebatió deshaciendo el apretón de la mujer.

¡Grandísimo lío!, huyeron porque Marie se molestó demasiado y les arrojó aspirinas, panfletos y temieron que usara las tijeras de al lado de la caja registradora. Ewan casi arrastró a Leo que se robó unas barras de cereal porque no le sobró turno para pagar por ellas; Gillian los aventajó, torcía la esquina y frenó junto a un poste de luz para apoyarse.

—¡Es una histérica! Ella 100 años menos y yo unos 10 más y les juro que le rompía la nariz —espetó entre risas Gillian, su respiración se comenzaba a normalizar mientras Ewan negaba ladeando la cabeza. ¿En serio le era tan simpática incluso en estas condiciones? ¡Oh, mierda! Le excitaba que lo zarandeara, lo doblegara y lo empujara a albores donde ella era dinamita.

—Juliette, y... ¿sí es positivo? —Mordió su pulgar, acción que denotaba sus miedos infantiles suprimidos. Indubitablemente no estaba preparado para sobrellevar una responsabilidad como era ser padre, más aún cuando tenía la oportunidad de un contrato con una firma musical decente; sin embargo, Gillian apareció esporádica y nadie le advirtió que llegaría siendo tan temperamental, un torbellino, algo que lo hechizó—. Si tú...

—No nos adelantemos, ¿okay?

Ay, damisela en aprietos. Gillian no era nada extraordinario ni tampoco cualquiera, ella estaba inventada de aventuras y heridas postadolescencia. Llegó del sur por refugio en el norte, donde no debiera explicarse con nadie y nadie se excusara con ella. Una hija ejemplar durante su infancia hasta que sus padres no soportaron el peso de ser una falsa familia fausta, la depresión la obligó a reinventarse, lejos de su hogar, lejos de todos. Y estaba bien, como todos después de fingir estar bien. Ewan la conoció en este post, y tal vez no estaban tan errados como se pensaba antes de los 25.

 

***

 

Media hora vagabundeando por un vecindario que se podría decir longevo, y no por sus leyendas, sino por las cabecillas canas que desfilaban y otras no tanto...

—Soy yo, o es que la persona más joven que hemos visto tiene como 40... —manifestó Leo enunciando, raramente, sin ser obligado.

—Leí que hace como 15 años nadie se muda aquí, a excepción de estudiantes universitarios. Mi exroomie antes de volver a su ciudad realizó prácticas en el hospital de New Oldfield —comentó Gillian como si el hecho de ser los más lozanos no significase mucho—. Según ella, nada espectacular, movida tranquila y únicamente casos de gravedad transferidos a Hiveville.

—Es que... las construcciones se ven... ¿residenciales? Bueno, al menos de este lado, es como si fueran millonarios jubilados en Oldfield, honestamente no me gustaría vivir en esta quietud. Tanto silencio y apatía me volverían paranoico. —Van disimuló los escalofríos que erizaron sus vellos.

Empezaba a ocultarse el sol, estaban en invierno y el alumbrado público se encendió abruptamente acompañándolos. Los residentes estaban en sus casas y pocos automóviles venían por las calles grotescamente amplias y de un solo sentido, sin avenidas largas, sin licorerías o cabinas telefónicas, pero viviendas ostentosas y con jardinería de revista. ¡Siquiera vieron perros y gatos asomándose! No había vallas ni letreros, todo estaba maniáticamente en un orden que exasperaba. Empero, cada cuatro esquinas una especie de mapa les recordaba «usted está aquí» y marcaba los sitios importantes en un círculo rojo de donde quedaba el hospital, la radio local, el supermercado, la farmacia -otra que seguramente era más elegante-, la cancha de golf, la cancha de tenis, el bowling, el cine, una sola «discoteca»..., en sí, los lugares «recreativos» que eran de entretenimiento para o ancianos o monótonos. ¡Ah, ni su propio canal televisivo!




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