Oliver

Capítulo 13

Oliver no pudo cerrar los ojos en toda la noche, dando vueltas como un remolino en la extensa cama. Él cerró los ojos un momento y tomó un profundo suspiro antes de ponerse en pie; la quietud de la noche, mezclada con aire fresco de una ciudad que aún dormía le permitía escuchar el latido de su propio corazón, un recordatorio de que estaba vivo, pero con sentimientos que no podía seguir ignorando.

Le había prometido a Ryun que mitigaría su intensa rutina y lo tomaría con calma, al menos por tres días hasta que él regresara de atender unos asuntos en Nueva York. Pero para él, someter su cuerpo a un exhaustivo y doloroso cansancio físico, era lo que le permitía que su mente siguiera estable. Con cada paso los recuerdos lo abrumaban, aunque no todos eran malos, ella predominaba algunos. Hubo un tiempo en el que él habría estado dispuesto a sacrificarlo todo por ella, incluso su vida. 

                                                                     

                                        ******

 

El sol de la tarde de North Beach bañaba la fachada de la tienda de antigüedades, y Oliver esperaba afuera, su gorra baja ocultando los ojos. Helena, la hija de su jefe, ya llevaba una semana en casa y él era su chofer particular. Lo que significaba para él que su presencia en la organización comenzaba a tener peso más allá de los golpes. Pero las miradas furtivas cuando ella no lo veía, eran como cuchilladas invisibles. Sin embargo, era consciente que estaba prohibido ser codicioso en este mundo de sombras y secretos. Codiciar lo que no debías podía llevarte a la muerte. 

Helena salió de la tienda, sosteniendo un pequeño relicario de plata. 

—¿Listo para ir Oliver? —inquirió con voz suave y él asintió. La tensión que sentían estaba palpable en el aire todo el tiempo. 

Ella coleccionaba tesoros con historias familiares o de amor, y su alma viaja y melancólica encontraba consuelo en esas piezas invaluables.

—¡Mi muchacho! 

Oliver escuchó exclamar, una voz tan desagradable como familiar. Un fantasma de su pasado, el abusador que lo había atormentado hasta los doce años. Él se dio la vuelta y sintió como el aire se escapaba de sus pulmones al verlo. El asco y la desesperación se apoderaron de él, y su cuerpo se paralizó. Era de nuevo aquel niño temblando de miedo en una esquina. 

Su tío se abalanzó a abrazarlo con lágrimas en los ojos, y Oliver sintió la urgencia de escapar. 

—¡Mi muchacho! —volvió a exclamar aún unido en el abrazo, su voz se sintió calidad—. Pensé que nunca te volvería a ver —añadió. El tío de Oliver era un espectro en decadencia. Su cuerpo enclenque y malogrado parecía haber sido moldeado por los vicios y la desesperación. La piel arrugada se aferraba a los huesos, y sus ojos hundidos y desgastados, reflejaban una vida de excesos. El tabaco había dejado su huella en los dientes amarillentos que se asomaban cuando hablaba. 

Y lo que a simple vista parecía un fraternal encuentro. Para Oliver era el desenlace de sentimientos dolorosos, de un pasado que pensó que nunca volvería a alcanzarlo. Cuando finalmente pudo reaccionar lo empujo con fuerza, y su tío cayó al suelo.

—¡No me toques! —grito, sintiendo tanto asco en cada parte de su cuerpo—. ¡Nunca más! Te atrevas a tocarme con tus manos sucias, con aquellas malditas manos asquerosas.

La rabia inundó a Oliver y su puño se cerró. Su tío quien aún permanencia en el suelo, lo miraba con miedo.  

Helena observaba la escena con estupor. Sus ojos, grandes y curiosos, se posaron en Oliver, quien luchaba contra la ira y el miedo. Su tío se arrastraba a su pies, suplicando ayuda. Pero las lágrimas en sus ojos no eran de arrepentimiento, sino de desesperación. 

—¡Por favor, Oliver! Ayúdame —Su voz era un lamento    roto—. Si no pago mis deudas, me cortaran las manos o algo peor —continuó suplicando, y sus manos se aferraban a los pantalones de Oliver como si fuera su última tabla de salvación. 

Helena aún estupefacta, se acercó a él:—Oliver… ¿Qué está pasando? 

Oliver la miró, su rostro comenzaba a descomponerse:—Sube al coche, Helena. ¡Ahora! —demandó con una voz ronca. 

Ella obedeció de inmediato sin emitir un solo ruido y él se obligó a moverse, dejando a su tío allí, quien suplicaba por su ayuda como un niño pequeño. Oliver arrancó el auto, sintiendo la vulnerabilidad y el miedo en cada latido de su corazón; el motor rugía como un animal enjaulado mientras Oliver aceleraba, su mente era un tornado de emociones. Había perdido el control de sí mismo, saltándose luces rojas y desafiando a la muerte en cada maniobra arriesgada, en cambio Helena en el asiento trasero se aferraba al respaldo con los ojos bien abiertos.

—¡Oliver, por favor! —exclamó en un tono tembloroso—. ¡Detente! 

Pero él estaba atrapado en su propio huracán interno. La ira, el miedo y la vergüenza se mezclaban todo perfectamente. Y entonces, ella comenzó a soltar datos tontos al azar, como si intentara calmarlo con trivialidades. 

—¿Sabías que las abejas pueden reconocer rostros humanos? —dijo, su voz era temblorosa pero decidida—. Y los pingüinos pueden reconocerse, por su llamado único.

Oliver la miró confundido, prontamente sus palabras comenzaban a surtir efecto. Su semblante se relajó, y finalmente se detuvo aparcando el coche de manera abrupta. 

—Perdón señorita Helena —murmuró, apretando el volante con tanta fuerza que sus nudillos se percibieron blancos. 

—Hace un rato solo fue Helena —contestó ella, con una pequeña sonrisa en un tono simpático.    

—Y me disculpo por mi falta de respeto —agregó—. Está en todo su derecho de comunicarle esto a su padre, yo enfrentaré mi castigo. 

Oliver apretó los ojos con rabia, pero ella negó con la cabeza. 

—No tengo la intención de hacer eso —dijo con una sonrisa compasiva.

Y así, en aquel coche detenido en medio del caos, comenzaron a brotar unos intensos sentimientos. 




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