Olivia lo sabe

Capítulo 1: El anuncio (1)

Sobre las primeras horas de la mañana, el teléfono en la cocina de la parroquia sonó con impaciente insistencia. El padre Sebastián, quien aún no tenía intención alguna de ganarle la batalla a las sábanas, se encontraba durmiendo a sus anchas, boca arriba, con su pierna derecha colgando a la orilla de la cama y la baba escurriendo de la comisura de su boca. A pesar de que a él le gustaba mostrarse siempre espléndido, en su cuarto de la pequeña casa en la parte trasera de la parroquia, él podía permitirse dormir a sus anchas sin preocuparse por ojos imprudentes.

El lugar no era muy grande. La habitación se encontraba en la esquina izquierda, seguida por el baño y al final del pasillo se encontraba la modesta cocina comedor. Todo estaba desplegado en diez metros horizontales y unido por un pasillo con una puerta en medio que llevaba a la parroquia delante.

Finalmente, debido a la insistencia del teléfono, Sebastián abrió sus ojos y concentró su mirada en el techo de madera mientras decidía qué hacer primero: atender el teléfono o hacerle más caso a su vejiga. Para la molestia del padre, dada la insistencia irrefrenable de aquel timbre la primera opción fue la ganadora. El padre asistió a la llamada esperando que la misma fuera lo más breve posible, sin saber que esa mañana él no sería bendecido con la realización de su deseo.

—Buen día, Inés —saludó Sebastián cuando pasaba a un lado de la mujer para atender al teléfono en la esquina contraria, a un lado de la ventana que daba al patio trasero.

A él no le llamó la atención verla allí tan temprano en la mañana; Inés era así: casi siempre ella era la primera en llegar y la última en irse. Desde luego, sobra decir que dada la condición de la mujer él no podía reprocharle por no atender aquel llamado. Ella lo saludó con la mano derecha y una sonrisa, luego lo siguió con la mirada mientras Sebastián llegaba al teléfono y acto seguido la pudorosa monja se cubrió la boca con la misma mano para que no fuera evidente su risa al ver que el padre no contaba con ninguna prenda fuera de la ropa interior.

»Buen día, el padre Sebastián habla, ¿quién es? —consultó él.

—Padre Sebastián, ¡qué gusto oírlo después de tanto tiempo! —enfatizó la alegre voz masculina al otro lado de la línea—. Soy yo, el padre René de la capital, ¿se acuerda de mí? Nos conocimos en la conferencia que dio el Arzobispo Nitchel por Pascuas el año pasado.

—Ah, sí, René, tanto tiempo, ¿cómo ha estado? —respondió Sebastián para ser cortez aún si no se acordaba muy bien de él; algo que el otro hombre sí parecía hacer y por lo que el padre no quería ponerse en evidencia para no quedar mal—. ¿A qué le debo el placer de su llamado? —Se apresuró a seguir Sebastián cuando su vejiga acusaba una más urgente necesidad.

—Sí, es que hemos tenido un pequeño problema y se me pidió a mí darle la noticia a usted. Quizás entre padres tengamos más fácil entendernos —bromeó René riendo después.

Sebastián, que sentía ya no podía perder un segundo más para atender sus ganas de orinar no tuvo más que excusarse vagamente.

—Claro, entiendo... Padre René voy a necesitar que me espere un minuto porque alguien está golpeando a la puerta —mintió—. ¡Ya vuelvo! —se apresuró a interrumpir un pero de su interlocutor para después casi arrojar la bocina del aparato encima del mueble y correr al baño.

Inés volvió a reír y no perdió tiempo en regresar a lo suyo. En su regazo, oculto de Sebastián desde que ella lo escuchó aproximarse, tenía una pequeña caja que planeaba dejarle como regalo a Gerardo. Últimamente a ella le había estado sucediendo algo bastante particular y por eso mismo ya no le quedaba más opción que comenzar a creer en eso que estaba pensando como una pronta e ineludible futura realidad para sí misma. Fue así que Inés tomó la caja entre sus manos y se apresuró a salir de la cocina y luego atravesar la puerta que daba a la parroquia. No era que ella no confiara en el padre Sebastián, pero lo conocía bien, ella sabía lo persuasivo que ese hombre podía llegar a ser. Fiel a sus instintos, Inés tenía la seguridad de que no había nadie a quién ese regalo podría ayudar más que a Gerardo y por eso debería guardarlo hasta que tuviera la oportunidad de dárselo a él.

«Todo pasó tan rápido...», pensó Inés que ya caminaba lento y pausado en dirección a su hogar. De algún modo en su mente se debía justificar la desprolijidad de su apresurada decisión.

Cuando Sebastián volvió a la cocina ya se había puesto una bata; más temprano su mente no había trabajado lo suficientemente rápido para recordarle que era muy posible ver a Inés ahí y por eso su pudor no se activó ordenándole vestir algo más decente. Desde luego, cuando él entró otra vez al lugar se sorprendió de que Inés ya no estuviera ahí, pero dejó el tema de lado pensando que tal vez ella estaba delante, orando en la parroquia. Sin más que hacer, Sebastián agarró la bocina del teléfono para continuar la que, para él, ya se había vuelto una incómoda charla.

—Padre René, ya estoy de vuelta —avisó con un carraspeo al final de su frase.

—¡Qué bueno! —enfatizó René.

Sebastián se sobresaltó ante aquel grito alegre de su colega, pero fingiendo que no había sido así siguió la conversación con total normalidad.

—Me estaba diciendo que le pidieron avisarme de algo, ¿no?

—S... sí, sí... —titubeó René revelando cierto nerviosismo—. Se trata de otro padre, usted no lo conoce. Se llama padre Ismael y me pidieron que le dijera que mañana él va a llegar a su parroquia para quedarse un tiempo ahí con ustedes mientras lo trasladan a un lugar más definitivo.

—¿Qué? Pero aquí no tenemos lugar. Solo tengo una habitación y es donde duermo yo —intentó argumentar Sebastián.

—Sí, sabemos que la situación de su parroquia es un poco precaria, pero no hay otra opción de momento. —René sonó acongojado—. Igual va a ser un tiempo corto mientras se resuelve su situación.




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