Para cuando el reloj de la sala dio las 4:30 am esa mujer ya tenía en su haber 3 llamados sin respuesta a la parroquia del barrio y ahora no le quedaba de otra que beber nerviosamente un vaso de agua frente a la ventana junto a la puerta principal, mientras ella seguía esperando. Su mente se negaba a creer que aquel hechizo podía ser tan poderoso en él, incluso más que su propia influencia. Como un juego de ajedrez que ella estaba perdiendo silenciosamente en la ironía de gritos a todo pulmón. Ella, sin más excusas ni explicaciones vagas, tenía la profunda e inequívoca seguridad de que su hijo había vuelto a desobedecer a pesar de sus precisas directrices. Si bien en contraposición a lo demás Olivia intentaba tolerar su estilo de vida, de todos modos ella había insistido en pedirle —dada su visión personal— nada más que 2 cosas y su hijo parecía tener la voluntad y el convencimiento de cumplir solo con una de esas dos cosas.
«Por favor Gerardo, nada de andar haciendo escenas. No quiero que la gente te vea con él y después anden hablando a nuestras espaldas», recordó pronunciar ella, rosario en mano, pero aquellas palabras no daban señal distinta a haber caído en saco roto.
Dado el estado en que se encontraban sus nervios para ese entonces, podría decirse que fue un alivio escuchar el sonido del motor de esa motocicleta que se acercaba, uno que ella ya podía reconocer, pero eso mismo terminó siendo una razón más para inclinarse por perder los nervios cuando al frenar ellos en la vereda de la casa, ella pudo ver quién manejaba, su temor confirmado. Otra vez ese hombre con toda la intención de confundir a su pobre hijo lo había convencido para irse con él en la madrugada.
—El demonio puede cambiar de formas tantas veces como sean necesarias hasta encontrar la que te hará seguirlo —había dicho Olivia en algunas de esas noches de rodillas en su habitación ante una imagen inerte de yeso por la ausencia de su hijo—. ¡Cuídalo; tienes que alejarlo de él! —continuaba reclamando mientras el rosario se sacudía entre sus manos por la intensidad de su pedido.
La madre se dirigió a la cocina, dejó encima de la mesa el vaso de agua del que estuvo bebiendo, tomó su rosario y ensayó su pose más dramática —a cabeza gacha, penitente— esperando que Gerardo entrara en la casa. Desde que él lo hizo y la vio allí supo lo que se avecinaba. El joven suspiró cuando cerraba la puerta principal. Estaba agotado de representar tanta mala sangre para su madre solo por pretender el derecho de aferrarse a lo que para él significaba la felicidad, pero a su vez no podía evitar volver cuando su mente siempre tenía preparados los escenarios más catastróficos para mantenerlo atado a tan nociva dinámica familiar.
—No es tan fácil, no sé qué podría llegar a hacer mi madre si me voy —confesó Gerardo en una de las tantas veces que él le insistía con irse juntos de aquel lugar que solo tenía señalamientos para ellos dos.
—¿Y qué vamos a hacer, quedarnos acá a jugar a las escondidas toda la vida?
Gerardo solía quedarse sin palabras al oír sus reclamos, tenía muy claro que no había argumentos capaces de refutar una verdad tan evidente, y entonces su pareja se quedaba sin insistencia cuando la tristeza que le había causado era todo lo que Gerardo, tan trasparente, podía mostrarle. Acto seguido sucedía un beso y un abrazo de mutuo perdón, no hacía falta más. La manera más simple y a la vez sincera que Mateo conocía para decirle a su compañero lo único importante: “Estoy acá para vos”. Después de todo, ya suficiente tenía el joven como para que él lo hicieran sentir todavía más acorralado. Algo que era posible solo llegando a un peligroso límite. Mismo que Mateo jamás se atrevería a cruzar siendo incapaz de imaginar el resto de su vida sin Gerardo.
—¿No vas a decir nada? —empezó la madre—. ¿Te desapareces toda la noche y no tenés nada que explicar?
—No me desaparecí, mamá. Salí a dar una vuelta, nada más —dijo Gerardo con un tono monótono, el mismo de siempre cuando la incomodidad cotidiana decidía reaparecer—. Tengo 18 años y tampoco hice nada malo. No soy un criminal, mamá. ¿Qué me reclamas tanto?
—¡Ay! —se quejó ella en su agonía ensayada—. ¿Te parece que irte así y tenerme con el Jesús en la boca no es algo malo?
La madre se llevó el rosario entre sus manos juntas a la frente, lista para arrepentirse, para pedir perdón por un hijo que, carente de miedo, no mostraba intención de hacerlo. Ella no podía entender cómo era posible que él no quisiera mostrar ningún respeto ni temor a su Dios. Lo que ellos dos hacían estaba mal de todas las maneras posibles, las cuales ella no se cansaba de mencionar, pero sus palabras cada vez parecían tener menos alcance y efecto en su hijo lo que no hacía más que acrecentar su padecer.
«Lo estoy perdiendo», pensaba Olivia.
—¿Y si te hubiera dicho dónde y con quién me iba te quedabas tranquila?
Gerardo negó con su cabeza cuando esa imagen tan penitente que veía en su madre le señalaba la repetición de una conversación sin sentido ni propósito distinto a hacerlo ceder. La calma para ella no sería otra que verlo entregado, listo para estirar sus manos y cargar las simbólicas esposas de las buenas costumbres frente a los demás por el resto del tiempo que él siguiera entre los vivos. Sin más por hacer él llegó junto a ella y posó su mano derecha encima del hombro de su madre.
»Quédate tranquila, mamá. Nadie nos vio. Salí tarde y volví temprano. No anda nadie en la calle.
—¿Y la gente que va a trabajar? —La mujer lo miró con marcado malestar.
—Ellos se van entre las 5 y las 6 de la mañana, sabes que algunos tienen que tomarse 2 colectivos y otros hasta 3 para llegar a su trabajo. Por eso no vine antes, para que no me vea nadie.
—Ay, hijo... —La madre arrugó su frente, más que afligida—. Vos sabés que yo te lo permito porque sé que es una fase, cualquiera se puede confundir, pero tenés que tener cuidado.