Uno
Egoísta.
Ese era su adjetivo favorito en el mundo, nadie a quien conociera no lo había empleado una vez junto a su nombre. Esa palabra era como un apodo que él jamás tendría.
Khalil Al Mahad, jeque de Qatar, festejó el pasado fin de semana su trigésimo cumpleaños. Nada más que treinta años respirando el oxígeno que la madre tierra le brindaba.
¡Bah! Que tampoco era la gran cosa. Solo que cumplió tres décadas de vida. La celebración fue monstruosamente exagerada y duró tres días continuos, uno por cada decena de años que sumaba a su existencia. Sus amigos, esposas y respectivas familia, también asistieron a la celebración. Él, por poco y se puso a escupir de la rabia por los celos. No que fuese malvado o envidioso, lo suyo era más bien un anhelo profundo por tener lo que ellos ya habían conseguido.
¿Qué tan difícil podía ser encontrar a una buena mujer que le diera su amor incondicionalmente?
Nicholas lo encontró en una mujer mayor y a la que “detestó” con toda su alma durante años. Daniel, aún no sabía cómo, había conseguido a la compañera y cómplice perfecta. Una que incluso le dio una familia sin más requisitos que su compañía.
Entonces, ¿Qué era eso que él no tenía y se necesitaba como requisito primordial al momento de conseguir una pareja?
Khalil debía ser honesto consigo mismo, su concepto del amor se encontraba algo idealizado. Él creía con fuerza que, si se sacrificaba algo en “pos del amor”, los resultados serían excepcionales y este triunfaría al final. Lamentablemente, la vida le había enseñado que ese no era el caso. Que las personas del mundo real se cansaban, que eran fácilmente heridas y que ellas mismas eran quienes decidían sanar y seguir delante de manera individual.
Exactamente lo que le sucedió con Catalina Vaduz, su eterno y mágico primer amor.
¿Cómo la superaba él ahora? ¿Cómo hacía para decirle a su iluso corazón que ella ya no correspondía a esos intensos sentimientos que provocaba?
Que complicadas se le hacían las relaciones humanas y recién tenía treinta años.
Muchas veces se preguntó que era aquello que la vida quería enseñarle antes de darle a la otra parte de su alma. Khalil era además, un romántico empedernido. No importaba el ejemplo que su padre le hubiese dado, él era un firme creyente de que cada ser humano tenia su complemento en alguna parte del mundo. Por ese motivo además, nunca discutió cuando fue enviado al extranjero en soledad.
—¿Hijo? —su madre golpeó con cuidado la puerta de su despacho, o bueno la habitación que Khalil había condicionado como oficina privada. Una donde ni siquiera el visir del antiguo jeque tenía la entrada permitida.
La gran mansión en la que ahora vivía, y que había sido su hogar durante parte de su niñez, tenía muchos más cuartos que él podría haber utilizado, no obstante, la costumbre de haber vivido junto a otras personas perpetuó en él la necesidad de mantener su pequeña oficina privada.
—¿Estas ocupado?
—Adelante.
Su madre, una mujer que apenas rondaba los cuarenta y siete años, entró con cautela a la habitación. La primera esposa del jeque Zayed Al Mahad había sido todo lo que se esperaba de una princesa catarí que desposaba a tan importante personaje. De manera lamentable y para pesar suyo, la joven mujer se había enamorado profundamente del tirano que tenía como esposo y ante las constantes infidelidades de este, había huido, llevándose consigo el fruto de su matrimonio y el primogénito del temible señor Zayed.
Que caro que lo había pagado.
—¿Entonces? ¿Puedo? —preguntó su madre mirándolo con ojos brillantes y regresándolo abruptamente al presente. Khalil se acercó a ella y posó su gran mano sobre su mejilla. El corazón se le rompió al verla encogerse con miedo en su sitio.
Él suspiró derrotado.
—Sabes que puedes tener lo que quieras, madre. Te dije que no tenías por qué pedir mi autorización. ¿Quieres donar dinero para el refugio de animales en peligro de extinción? Hazlo. Solamente pídelo y es tuyo.
La mujer lo miró con ojos cristalizados. Ese hijo suyo era tan distinto al hombre que lo concibiera, que casi se arrepintió de que su amado Khalil compartiera genes con el viejo Zayed.
—Eres un gran hombre, hijo mío —se animó a devolver una tímida caricia. —La mujer a la que elijas para mantener a tu lado será bendecida.
Khalil sonrió con tristeza. Él se alejó buscando cualquier excusa con la que desviar su atención.
— ¿Qué hay… qué hay de esa noviecita tuya… la de la corte alemana? —el corazón del joven se le encogió en el pecho al ver la ironía en la situación. ¿Justo ahora su madre le preguntaba por ella? ¿Era acaso una broma de mal gusto?
—No me siento cómodo hablando de esos temas contigo. Dejémoslo por el momento ¿sí?
Ella bajó la mirada.
—Ya no estás más con ella —concluyó su progenitora. —Todo esto es culpa mía. Si no te hubiese pedido que la dejaras…
Él se acercó y apretó con suavidad sus hombros, reconfortándola.
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Editado: 07.01.2021