Capítulo IV
Mandé al diablo mi dolor y grité.
Grité como nunca antes lo había hecho. Sacudí de mi mente la idea de morir y protesté a los océanos por qué simplemente no me dejan vivir feliz. ¿Qué les hice yo para que me hundan de esta manera en la vida? Me alejan de mi espíritu, de mi familia, de mi felicidad y, ¿luego esperan a que sonría? Al diablo con eso.
— ¡KEEENG! —dejo a mis cuerdas vocales extenderse hasta extinguir su sonido en un fino hilo de voz. Respiro fuerte, por tercera vez desde mi segundo grito y cierro mis puños para llamarle— ¿POR QUÉ ME DEJASTE SOLA…? ¿POR QUÉÉÉÉ?
Me desintegro en lágrimas ardientes. El dolor oscuro, incómodo y frío en mi pecho llega hasta mi garganta sin dejarme tragar. Una cortada sin bisturí, una exprimida sin manos deja a mi corazón sin poder latir. Todo mi sistema se detiene en segundos. Caigo de rodillas al suelo, apoyando mis brazos en la fina tierra con escombros.
— Me haces falta…. —susurro sin aliento—. Mucha falta….
Y me rindo ante ella. Encorvo por completo mi cavidad dorsal, tal y como la bolita apachurrada que se siente mi alma.
— Te sentirás mejor, el tiempo lo curará. No estás sola —barbota compungida, sobando mi espalda.
Apoya su cabeza sobre la mía, sujetando mi cuerpo de no caer acostado en la tierra. Sin embargo, me pierdo en el fuerte viento que hace al mar bailar a su favor. No creo adaptarme a la idea de que se haya ido; de que ya no venga y al cogerme mis manos me diga que me ama y que no puede desear un lugar mejor en el que estar si no es a mi lado. Tengo que volver a verle, escuchar su voz de nuevo… no puedo perderle así.
— Te quiero mucho, Kin —expresa la pelirroja, sujetando mis hombros.
Las lágrimas que corren con mis sentimientos como mariposa huyendo de la malla cazadora, arden en mis pupilas y queman mis párpados. Es un mal que tal vez yo tengo, es la mala suerte que me acecha, es mi culpa que mi hija ya no pueda crecer al lado de su padre.
— ¿Mejor? —la escucho decirme, minutos después de haberme paralizado sin tener un punto específico al cual mirar; solo en mis recuerdos.
Mi voz no logra entonar lo suficiente para afirmarle que sí, por lo que la miro y noto sus ojos hinchados y cristalinos. Me sonríe abrumada y la abrazo como osa, con mis nervios a flor de piel. No me puedo permitir perderla a ella también. Debo ser más fuerte que tus desgarradas y extensas entrañas, muerte sigilosa.
Una hora ha pasado, parece haber sido menos tiempo, pero mi realidad es esta. Asistir al velorio de mi marido, venir con sus cenizas en mis manos, cargarlo en un frasco tan pequeño…. ¿Cómo un hombre de tantas hazañas puede morir y ser un jarrón negro suficiente para la infinidad de bondad en su alma? Esto mata las pocas esperanzas majaras que tenía de que esté vivo. Una fantasía compulsiva que se adueñó de la última vela.
He aquí dónde miles de travesuras cometimos; dónde nuestro amor consumimos; sudaron y gritaron nuestros cuerpos en una revolución de oxitocina y serotonina. Una brutal oleada de dopamina que solo se podía considerar en ese momento como el paraíso de mi marido.
Y tenía razón, él era y es mi paraíso y su muerte no significa que lo deje de ser nunca. Sé que lo encontraré en el más allá. Confío en ello.
— Mi rubio bonito…. —me dirijo al atardecer enfrente mío, con mi bebé en brazos— Confieso que no quiero creer que te fuiste, que ya no estás aquí conmigo.
— Papá —exhala Mitsuki en mi hombro, de espaldas al mar—. Papá no.
Sus suaves mechitas rojas brillan en mi antebrazo. Ella recorre con su vista a todos sus horizontes, desde mi hermana con su marido al lado hasta el otro lado, dónde Kong aferra su mano a mi hombro, disimulando el hecho de llorar.
— Nunca te olvidaré, Keng —miro las cenizas en el interior de la urna funeraria—. Fui, soy y siempre seré tuya. Te seguiré amando por el resto de mis días y me encargaré de que nuestra bebé te recuerde siempre como el gran padre que demostraste ser —beso la frente de Mitsi, dejando caer una lágrima más por mi rostro— Sé que nos cuidarás, desde donde quiera que estés y yo.… yo….
Quiero decirle cuanto le amo y que buscaré al responsable de esto, pero el pinchazo de dolor en mi garganta me impide continuar. No puedo evitar llorar, sollozar en el oído de mi pequeña cuanto lo siento. Más me duele que ella, con sus rubíes deslumbrantes me mire, y limpie con sus manitas las gotas de agua cristalina en mis mejillas.
— No llores, mami —dulcifica su tono de voz, abultando sus cachetes debajo de sus ojos, en una jovial sonrisa. Debería ser yo la fuerte…
— Nos vemos en el cielo hermano —escucho a Kong decir—. Has pasado a mejor vida, junto a nuestra hermana, cuídala por los dos. Yo cuidaré de las tuyas, no te preocupes.
— Si... —de mi otro lado está Minshee abrazada a su esposo Khamil, al cual se le nota una pequeña tristeza en su mirar viendo a Mitsi— nos vemos en el cielo, pero por ahora no te vayas a aparecer por aquí en las noches ni nos hagas visitas. Por favor —ruega con las palmas de sus manos juntas, mirando a todos lados—. Recuerda que tengo un bebé y debo mantenerme cuerda.
Una leve risita suena en mis adentros. Me acuerdo de esa noche de Halloween, nuestra primera noche de brujas juntos. En la fiesta de Edul, el exesposo de Minshee. Con la temática de disfraces, mi amor y yo, maquillados de muertos, nos divertimos asustando a todos, principalmente, a mi hermana. Y esa es la cuestión. Junto a él he pasado los mejores años de mi vida, ni el modelaje ni la danza me dieron los ataques de risas y la emoción que al lado de mi Keng yo tenía.
Soportando la apuñalada en mi pecho, con delicadeza voy girando la urna. El aire se lleva consigo, poco a poco, las cenizas de Keng. Se esparcen a lo largo del acantilado, justo en las olas salvajes del mar y con ellas cada día que viví a su lado, se guardan aún más en mi memoria, en mi corazón, en mi espíritu azotado por las cadenas del infierno. Ahí es dónde me merezco yo ir.
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Editado: 01.06.2025