Capítulo XIX
"Tú"
Narra la autora
Se siente vacío. Negro ceniza. Sin suelo donde pisar. ¿Es tan difícil entenderlo? ¿De verdad creen que por darlo como locura se sienten en el derecho de decidir sobre ella misma?
Pues, nueva noticia, no lo tienen; pero.... ¿con qué fuerzas puede seguir luchando? Levantar el cuerpo cada mañana ya es suficiente como para tirarse al suelo y dejarse morir ahí.
Todo tan vacío, tan negro ceniza, tan profundo sin suelo donde pisar. El cielo gris, la relajada llovizna y el vahaje de la mañana entienden más de ello. De Liè. De algún modo, se siente como la lluvia. No sabe dónde va a caer, ni cuándo, ni cómo, ni con quién. Solo quiere que su deseo, desde hace tres abriles, se cumpla.
— ¿Y bien?
— ¿Cómo está? —le regala una enorme sonrisa, el detective E.P quien, al verla impávida, carraspea y mira al costado, al estacionamiento— Em.... sí. No encontré mucho en la isla como creí que lo haría.
Su tranquilidad espiritual fastidia la ansiedad de Liè. Sólo con una coleta decaída, rímel corrido y ropa estrujada; clava sus uñas en la esponja de fachada del timón, hasta que sus nudillos se vuelven blancos, casi marcando sus huesos.
De pronto, el olor a sándwich barato del abrigo del señor, se le hace muy familiar. Queso demasiado viejo y jamón pasado de grasa. En alguna parte lo ha olido, pero no recuerda que se le hiciese tan desagradable.
— ¿Por qué fue a Hōkō sin mi consentimiento?
Habla al fruncir el ceño y relampaguearlo con la mirada. Cuyo blanco no parece percatarlo. Más bien, aparenta estar viendo un oasis de palmeras frescas en el parque fangoso y lleno de hierbitas, de enfrente.
— El vuelo es largo, pero me sirvió para analizar todo con cuidado.
— ¿Analizar? —lo fulmina.
Esta vez, no es el cielo quién está enojado.
— Para eso me contrató usted, ¿recuerda?
Saca a la luz su pipa color marrón y la observa por unos segundos. Este tipo está completamente ido, no deja de pensarlo Liè al verlo observar el objeto como si enfrente suyo tuviera una burbuja de esas que suelen utilizar los videntes, en las tragicomedias de acción.
— Todo está tan correctamente ubicado en su lugar, que se vuelve sospechoso. Verá, no es cómo el cofre de joyas que por más que organice, se desordenará.
— Disculpe, ¿qué?
— Sí. Cuando hay una pérdida, una muerte, un dolor; por lo general, se suele siempre equivocarse en algo, pero no en su caso.
Sus cejas se curvean aún más. ¿Puede la piel facial cubrir los ojos del todo? La de ella está a punto de hacerlo.
— Llegue al punto.
Él suspira, recostando sus anchos hombros al espaldar del asiento.
— En fin, no le dije nada porque esperaba comprobar mis teorías sobre el suceso. Mas no terminan con un final diferente.
Tiene intenciones de encender la pipa, pero la mirada furibunda de Liè pesa tanto en su nuca que se arrepiente, incluso, de haberla sacado.
— ¿Cuáles teorías?
Él carraspea de muevo, mirando sus bolsillos. Y habla anodino, con su seco acento inglés:
— La primera es que, su esposo Keng sí está muerto. Tal y como usted dijo, murió en el accidente de barco. No tuvo entrada a ninguna de las islas más menos cercanas a la suya. Tampoco a las fronteras de Asia y Europa.
— ¿Y? Eso ya lo sé.
Presiona con ironía. ¿Había esperado tanto tiempo para eso?
— Estoy relatando todo —abre las palmas de sus manos, y la mira alzando las cejas—. Déjeme continuar.
— Relatando.... —ríe con sarcasmo, mordiéndose la lengua. Qué ganas de coger el palo que descansa al pie de la farola de enfrente y golpearlo por la cabeza— ¡NO ME RELATE NADA! ¡DÍGALO SIN MÁS!
Él no se sobresalta, pero sí cambia de campo visual, al cielo gris.
— Deduzco que murió en el mar. Si su cuerpo no ha sido encontrado es porque probablemente ya fue comida de los tiburones.
Liè cambia sus facciones a una de dolor, asco y espanto. El frío que se cuela entre la ventanilla y el marco superior de la puerta, la hiela. Le queda poco a sus puños para hacer del grueso timón, una varilla de soldar jorobada. Tanta impotencia, coraje, bilis. Un cúmulo de emociones a punto de estallar.
Él, por otro lado, se acomoda las mangas del abrigo; idealizando que se tomará el mejor té en la Villa Sant'Andrea, en cuanto termine con esto.
— Existe esa posibilidad, atendiendo a que de los dos hombres que iban con él, uno fue hallado en las costas de Australia y los restos del otro todavía no se han completado.
La pelinegra no pestañea ni, aunque quisiera puede hacerlo. Aún sigue en esta pesadilla.
— Y, y, ¿y cuál es su segunda teoría?
— Bueno, es menos certera. Me guié a hacia aquí porque es el país que más usted mencionó en toda su declaración; sin duda muy importante para ustedes. Por lo que, en caso de huir, se busca a personas de confianza y zonas ya conocidas. Si es que siguió la marea, a Nápoles. Es un barrio muy turbio y....
— Sí, sí. Sé cómo es. Termine.
La mira de soslayo, un tanto flemático. No reacciona a la sangre que corre por sus dedos, ni la que moja el anillo de bodas. Simplemente, la observa apretar el timón con toda y cada una de las fuerzas que le llevan sus venas por todo el brazo.
— Bueno, yo le aconsejaría un poco de paciencia. No me gustan las presiones.
— Llegó a Nápoles y, ¿qué más?
Airada, lo elude en tonos fuertes.
— Estuve hablando con varios napolitanos y solo dos de cincuenta reconocieron su rostro, de la foto que me dio.
— ¿Lo ha encontrado? —sonríe.
— Eh.... —tamborilea la punta de sus dedos en su regazo— …no exactamente.
La sonrisa de la pelinegra muere, junto al reciente brillo de sus ojos cafés caramelo.
— Ambos comenzaron a balbucear cuando cayeron en cuenta de que me lo habían afirmado y en una redada, enfrente de mis ojos, murieron; protegiéndome.
— ¿Protegiéndolo de qué?
— No lo sé. ¿Sabe usted si su marido tenía relaciones con la mafia italiana?
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Editado: 01.06.2025