Omisión

TRES

El problema con las decisiones irreversibles no es tomarlas. Es despertarte al día siguiente y descubrir que el mundo sigue funcionando como si nada.

Mara asistió a clase. Tomó apuntes. Respondió preguntas. Se rió cuando tocaba.
Nadie parecía notar que llevaba el pulso acelerado desde hacía horas.

A las 10:12, su teléfono vibró.

Número desconocido
¿Recuerdas la hora exacta?

No decía de qué.
No hacía falta.

Mara no respondió.
Guardó el móvil en la mochila como si así pudiera contener el mensaje, como si no se expandiera dentro de ella.

A las 10:19, vibró otra vez.

Porque yo sí.

Cerró el cuaderno.

—¿Todo bien? —preguntó la profesora desde el frente.

—Sí —respondió Mara—. Perdón.

Mentía mejor cuando no daba detalles.

Salió del aula antes de que terminara la clase. El pasillo estaba casi vacío. El campus tenía ese silencio engañoso de media mañana, cuando todos están ocupados creyendo que controlan sus vidas.

Iván estaba apoyado contra una máquina expendedora, como si la hubiera estado esperando.

—No me sigas —dijo ella, sin frenar el paso.

—No lo hice.

—Entonces es peor.

Caminaron unos metros en paralelo, sin mirarse.

—¿También te escribió? —preguntó él.

Mara se detuvo.

—No voy a comparar notas contigo.

—No te pedí eso —dijo Iván—. Te pregunté si también te escribió.

Ella lo miró por primera vez desde la cafetería. Tenía ojeras. No profundas, pero nuevas. Como si el cansancio hubiera llegado tarde, pero decidido a quedarse.

—Sí —dijo al fin—. Pero no respondió a mi silencio con paciencia.

—Nunca lo hacen.

—¿“Lo hacen”?

Iván tardó un segundo de más en contestar.

—Los que creen que la memoria es una deuda —dijo—. Siempre reclaman intereses.

Eso le heló algo en el pecho.
Porque no sonaba a teoría. Sonaba a experiencia.

—¿Quién es? —preguntó Mara.

—No lo sé —respondió Iván—. Pero sabe demasiado para ser curioso y demasiado poco para ser omnisciente.

—Eso no tranquiliza.

—No era la idea.

Caminaron hasta el extremo del campus, donde los edificios nuevos aún no terminaban de integrarse. Vidrio, acero, bancos sin estrenar. Lugares donde nadie escuchaba por costumbre.

—Anoche —dijo Mara— soñé con la luz.

Iván no dijo nada.

—No con lo que pasó —continuó—. Con la luz del pasillo. Con cómo parpadeaba.
—Hizo una pausa—. En el sueño, alguien decía que no importaba. Que ya era tarde.

Iván asintió lentamente.

—En mi versión —dijo—, nadie decía nada. Ese fue el problema.

El silencio que siguió no fue incómodo.
Fue preciso.

—Si esto sale a la luz —dijo Mara—, no va a importar quién hizo qué primero.

—No —admitió Iván—. Van a necesitar un responsable. Y ninguno de los dos encaja del todo… ni se salva por completo.

—¿Y qué propones?

Él la miró, serio ahora, sin ironía.

—Que no intentemos quedar limpios —dijo—. Solo coherentes.

Mara soltó una risa breve, incrédula.

—Eso es lo mejor que tienes.

—Es lo único honesto.

Su teléfono vibró otra vez. Esta vez, ella leyó el mensaje en voz alta, sin pensar.

Las cámaras del ala norte no funcionaban ese día.
Pero alguien sí miró hacia otro lado.

Mara levantó la vista.

—Esto no va de recuerdos —dijo—. Va de consecuencias.

Iván asintió.

—Y ya empezaron.

No se tocaron.
No se acercaron.
Ni siquiera se prometieron nada.

Pero cuando se separaron, Mara supo algo con claridad incómoda:

No confiaba en Iván.
No lo necesitaba cerca.

Y aun así, sería imposible atravesar esto sin él.




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