Omitir drama

CAPÍTULO SIETE

Antoine.

 

A morder su pulgar le sumó mover su pierna de arriba abajo sin parar. Me daba nervios tan solo mirarla. No se había maquillado y se marcaban sus ojeras. No parecía la imagen de una prometida feliz. Este plan fallará. Me giré hacia ella en la silla, echándole un vistazo a la puerta.

—Al menos pellizca tus mejillas para tener un poco más de color —le sugerí, sacándole una sonrisa.

—Lo siento, estoy muy nerviosa.

—Saldrá bien. —Tomé su mano para que dejara de morder su dedo—. Solo relájate.

—Si fuera tan sencillo ya lo habría hecho.

Cambié mi agarre a su otra mano, saqué una cajita del bolsillo del saco y la abrí, mostrando el anillo que adquirí antes de venir aquí. No era la gran cosa, pero tenia ocho diamantes diminutos insertados alrededor, brillando en el delgado círculo dorado. Lo deslicé por su dedo.

—Calza perfecto —dije con orgullo de elegir bien.

—Pequeño y discreto, me gusta.

Ya no tuvo oportunidad de ponerse nerviosa, la puerta a nuestras espaldas se abrió y entró el trabajador social que llevaba el caso de su familia. No se veía amigable, tenía el ceño ligeramente fruncido que ni siquiera se jalaba por toda la gomina que tenía en su cabello al peinarlo hacia atrás. El traje que llevaba parecía apretarle debajo de las axilas.

Me incliné sobre Lia, apoyando parte de mi peso en su pierna al ver que tenía intención de volver a moverla. Me acerqué a su oído.

—No sabe hacer nudos de corbatas —le dije en un susurro que le sacó una risita. Apretó los labios.

—¿Algo gracioso? —espetó intentando sonar amigable, pero era claro que eso no es para él. Me acomodé en mi silla, arrastrándola más cerca a Lia, y me relajé contra el respaldo.

—Un chiste interno entre prometidos. —El chico arqueó una ceja, después bajó la mirada a la carpeta sobre su escritorio y resopló muy bajo, como burlándose. Nos observó.

—Señorita Martin, ya le dijimos que no puede obtener la custodia de su hermano hasta tener una buena cantidad de ingresos. Tengo entendido que aún le falta un año de carrera. Daizo estará seguro en la casa hogar en lo que eso llega. —Sonrió lleno de condescendencia.

Era capaz de sentir la ira emanando de Lia. Erguí la espalda.

—El sábado el niño presentaba signos de un ataque de asma y nadie hizo nada, ¿eso para ustedes es estar seguro? —reclamé con voz impasible.

—¿Usted es? —exigió saber. No sé cómo una persona como él puede ser un trabajador social. No muestra nada de empatía y solo tiene desagrado en su persona.

—Antoine Bigot, prometido de la señorita Lara.

Ni siquiera me molesté en estirar mi mano para estrechar la suya; no valía tocarlo con lo pedante que se comportaba.

—No quiero ofenderla —se dirigió la Lia, cerrando la carpeta—, pero estamos enterados de su oficio. Traer a un cliente para que finja que se casará con usted es muy bajo de su parte.

Lia balbuceó, buscando mi apoyo con la mirada. Primero el idiota de Capeto y ahora este que se creen con el derecho de denigrar a cualquier persona por su trabajo cuando cualquiera que no afecte a terceros es honrado.

—Lo que mi prometida haya hecho en el tiempo que estuvimos separados no quiere decir que no merezca ser amada.

Sentí la mirada de Lia sobre mí; tampoco el trabajador social nos perdía de vista, pero me mantuve firme en mis palabras. No flaqueé e incluso tomé la mano de la chica que no podía articular palabra. Se puso de pie, abotonando su saco.

—En ese caso, no le importaría que vayamos a comer a un lugar público.

Me levanté también, obligando a Lia a despabilarse.

—Usted elija el lugar.

 

***

 

Necilia.

 

Estaba nerviosa, no lo iba a negar, menos después del comentario de Dean Dubois, el trabajador social. Cuando acepté la vacante en la empresa de damas de compañía, no consideré que mi valor como persona disminuiría significativamente con cada euro que ganase siempre que aceptaba una salida. Me hizo sentir inferior por primera vez en mi vida. Y no me gustó para nada el sentimiento. De tal manera que entendí la obsesión de Antoine de ganar en todo. No es tener el sentimiento de superioridad, sino el de ser un igual y que mereces grandes cosas, como todas las personas influyentes en el mundo, sin importar cuál sea tu origen.

—Tenemos esto —dijo sin perder de vista el auto de Dean.

—¿Y si hace preguntas y no las contestamos bien? Ni siquiera pactamos el lugar donde nos conocimos.

—¿Una fiesta? —sugirió—. Tú estabas ahí, al otro lado de la pista de baile, con tus labios rojos llamándome sin hacerlo, ya que hablabas con alguien más.

Arqueé mis cejas.

—¿Qué tienes con mis labios? —Me giré en el asiento, subiendo una pierna y apoyando mi espalda en la puerta.




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