Antoine.
Cerré la puerta de la habitación cuando Lia por fin se quedó dormida. Eran las dos de la madrugada, pero tenía que salir a casa del señor Dumas por unos depresores del sistema nervioso.
Me encontraba cansado, física y mentalmente.
Ver a Lia en un estado tan catatónico era agotador. No podía mostrarme débil porque en estos momentos lo que necesita es algo a lo que aferrarse, lo sé bien porque mis amigos fueron ese pedazo de tierra que no me dejó hundirme cuando mi madre falleció. La muerte de Daizo me dolía, cierro mis ojos y solo podía ver su rostro después del accidente —razón por la que Lia se negó a verlo—; pero es obvio que ella lo resiente más al ser su hermana.
«Su única familia». No puedo pensar siquiera en lo pérdida que se ha de estar sintiendo, y temo no ser el conforte que ella necesita.
No quiero dejarla tanto tiempo sola, así que conduzco a alta velocidad por las calles solitarias directo a la casa del señor Dumas. Él estaba de pie en la puerta, esperando por mí al lado de su esposa.
—Solo dale media pastilla —me indica entregándome la caja del medicamento. Antes de irme, la señora Dumas toma mi mano.
—Cuídala mucho, cariño. Dale esto de nuestra parte.
Se agacha a recoger una bolsa de cartón, me la pasa y le agradezco.
—Si necesitas algo, no olvides pedirlo.
—Gracias. Ahora debo irme, no quiero dejarla sola tanto tiempo.
—Lo entendemos. —La señora Dumas besa mi mejilla y me marcho de ahí con las pastillas y un regalo que no levantarán el ánimo de Lia, porque Daizo continuará muerto el día de mañana al despertar.
***
Observo el movimiento de las manecillas. El café solo mantiene despierto mi mente, pero no mis ojos, estos me pesan y suelto un bostezo.
Cuando me dispuse a dormir, una llamada lo evitó. Mi hermana había desaparecido con todos los millones que le deposité para librarse de la cárcel. El imbécil de su novio sí que estafó a muchas personas, todas del bajo mundo, y ambos me dejaron como deudor solidario.
Nunca debí creer en ella. Una vez más me confirma lo egoísta que son algunas personas. Me echó la soga al cuello sin mirar atrás. No le importa que me puedan matar en cualquier segundo.
Lia arriba sufriendo por la muerte de su hermano, y la mía entregándome a unos mafiosos.
Me llevé los dedos al cuero cabelludo y jalé con rabia.
Apagué mis emociones y mis problemas para solo concentrarme en la chica que bajaba con desánimo las escaleras. Arrastraba los pies con cada paso y se sostenía del barandal para no caer. Me levanté, yendo hacia ella.
—¿Quieres desayunar? —le pregunté sujetando su mano. Negó con la cabeza—. ¿Un té? —volvió a negar—. ¿Un vaso de agua? —insistí en saber el motivo por el que se levantó. Negó. Se soltó de mi agarre, caminando a la salida—. ¿Lia?
—Quiero verlo —susurró.
Cerré mis ojos. Ella intentó abrir la puerta, pero le había puesto el seguro. Miré su espalda y me apresuré a tomarla suavemente del brazo cuando comenzó a buscar la llave que la dejaría salir.
—Lia, vamos arriba.
—No. —Se soltó con brusquedad—. Quiero ir con Daizo, él está en el orfanato. Le prometimos ir a verlo cuando llegáramos del festín.
Fingir que todo estaba bien era complicado cuando sus ojos me miraban con desesperación. Me dolía verla así tan desorientada. Rompía mi corazón en miles de pedazos lo vulnerable que se encontraba
—Cariño, Daizo se fue —le recordé en voz baja.
—¡¿Estaba aquí y no me despertaste?! —gritó y me volteó la cara con una dura cachetada—. ¡Abre esta puerta y déjame ir con mi hermano! —Pateó la madera.
La tomé con fuerza por los hombros, colocándola frente a mí, y miré a sus ojos mieles que estaban inyectados en sangre.
—Daizo murió, Necilia —mantuve la voz firme y en un tono moderado, porque lo que menos necesitaba era que me pusiera a gritarle.
—No, él esta…
—El autobús donde viajaba se volcó, cariño. Tu hermano falleció ayer por la tarde. —Negó repetidas veces con la cabeza, las lágrimas llenaron sus mejillas con rapidez—. Daizo murió.
Sus piernas se debilitaron. Sollozó y siguió negando. Me fui hincando con ella, atrayéndola a mi regazo.
—Daizo murió —repetí. Su cuerpo se sacudió y acaricié su cabello con dulzura.
—Mientes. Mientes. Eres un mentiroso —murmuraba repetidas veces, intentando alejarse de mí, pero se lo me negué, apretando su cuerpo contra en mío.
—Lo siento mucho, Lia, pero pasó. Tu hermano ya no está.
El alarido de dolor que emite me lastima mucho más que el golpe que le dio a mi mejilla. Sabía que la indiferencia de segundos, los sollozos y las lágrimas silenciosas de ayer eran solo el comienzo de una tormenta de sufrimiento. Su garganta se desgarraba con cada grito que soltaba.
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Editado: 06.10.2021