Antoine. Tres años después.
Las tragedias suceden a menudo; se podría decir que el ser humano ya debe de estar acostumbrado a ellas o que debería de estarlo, porque en cualquier momento la montaña en donde te encuentras o los pilares que sostienen tu mundo se derrumban. La gente se va de tu lado cuando menos lo esperas, cuando piensas que todo está marchando bien, estas fallecen —o se mudan de país—.
Una pequeña mano toma la mía después de que dejó un ramo de flores sobre la tumba. Él era demasiado pequeño para entender lo que significaba morir. Todos somos pequeños para comprenderlo, solo sabemos que el corazón se detiene y tus células dejan de funcionar. No sabemos nada de lo que sigue, solo que esas personas ya no se encontraban con nosotros, provocando punzadas de dolor en el pecho que te cortan la respiración.
Francois jaló de mi mano, dando un débil apretón; me agaché para cargarlo y alejarnos de la tumba de su madre. El pequeño talló sus ojos iguales a los míos y dejó caer su cabeza en mi hombro al bostezar.
Dormido, lo dejé sobre su silla en el auto, lo aseguré y revolví su mata de cabellos castaños con cuidado de no despertarlo, aunque dudaba que lo hiciera; tiene el sueño muy pesado y solo el era capaz de sacarlo del mundo de los sueños.
Cerré la puerta. El cementerio estaba solitario. Yo prefiero evitarlos, se me hace deprimente pensar que el cuerpo de un ser amado se está pudriendo bajo tierra y sus huesos quedarán ahí para siempre. Prefiero la cremación, pero ella quería ser enterrada.
Me negué a llorar y ojalá tuviera un corazón de piedra para no sentir absolutamente nada. Miré por última vez la tumba y subí al auto. Le eché un vistazo a Francois, que chupaba su dedo pulgar a mitad del sueño.
Desde que mi padre murió, hace seis meses, solo nos tenemos a nosotros dos en familia directa, porque los chicos lo adoran como si fuera un hermano suyo. Además de su niñera, Colette ha sido una buena imagen materna para él.
Mi celular sonó y contesté encendiendo el auto.
—Señor Bigot, tenemos un problema con la adopción de Calvin Meyer —avisó Clara con ruido de fondo.
—¿Qué clase de problema?
—Los padres adoptivos tendrán un bebé y ya no pueden costear a dos niños.
Maldije por lo bajo, saliendo del cementerio. Calvin, aquel niño que años atrás me regaló la roca que adorna el tablero de mi auto, estaba emocionado por esta adopción. Con casi diez años, sabe lo difícil que es que las parejas busquen a niños tan grandes.
Saber que esos señores se echaron para atrás será un nuevo golpe a su ánimo. Me preocupa demasiado su salud mental, tantos rechazos que ha recibido lo tiene mal.
Suspiré.
—Se encerró en su habitación y se niega a abrir —continuó—. No sé qué hacer, señor.
—Voy para allá —colgué la llamada y me desvié de camino a casa. A Francois le gusta ir al centro, pero casi no me gustaba llevarlo, sentía que los demás niños se sentían mal al no tener una familia.
Intentamos llenar todas sus necesidades, pero darles atención a cincuenta niños no es lo mismo que dárselo a uno o dos o tres. Encontré un poco de paz al crear el centro, darle un poco de felicidad a infantes que no tenían la culpa de los padres o la vida que les tocó.
Llamé a la niñera para que pasara al centro a cuidar de Fran mientras me encargaba de Calvin. Desde que lo conozco ha sido un niño tranquilo y relativamente callado, pero desde la muerte de Daizo —la única persona a la que le tomó cariño después de tanto maltrato— se encerró más en sí mismo con sus piedras. Solo me hablaba a mí. Y algunas veces a Francois.
Estacioné frente al edificio y giré para ver al angelito —que algunas veces se convertía en demonio y me sacaba de quicio— que seguía dormido en su silla, chupando su dedo pulgar.
Salí del auto, y antes de despertarlo, abrió sus ojitos al no notar movimiento. Le sonreí.
—Adivina dónde estamos —canturreé. Movió su cuello, buscando la respuesta, en lo que yo lo sacaba de su silla, observando de reojo cómo sonreía al ver el edificio del centro.
Lo cargué, pero se empezó a remover entre mis brazos como si quisiera alejarme. Lo solté sobre el sillón y lo miré meter la mano en el bolsillo detrás de mi asiento, sacando algo que me hizo cerrar los ojos.
Colocó la corbata alrededor de mi cuello. Odiaba esa prenda, pero a los niños les gustaba, eso incluía a Francois. Abrí mis ojos, encontrándome con los suyos.
—No sé porqué te quiero tanto —me quejé y él rio. Até con rapidez la estupida corbata de rosquillas y café que compré años atrás. Alejé la nostalgia de mí y con Fran en brazos, me adentré al hogar que alberga cincuenta niños que buscan una familia que los ame.
***
Esperé pacientemente a que se debatiera si abrirme la puerta o seguir solo con su colección de piedras. Metí las manos en los bolsillos y miré el techo, verificando que no hubiera ningún desperfecto que pudiera afectar la estructura.
Calvin me dejó pasar después de un tiempo. Se acostó sobre el suelo, cerrando los ojos. Solo hacía eso cuando su tristeza se desbordaba y no quería que lo viera llorar o vulnerable. Era un niño y temía mostrar sus emociones.
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Editado: 06.10.2021