Once Upon A Time

ONCE UPON A TIME

Había una vez una princesa que la mayoría de las veces se encontraba sola en el castillo, la Reyna y el Rey, tenían mucho trabajo por realizar.

La pequeña princesa tenia tan desarrollada su imaginación, que cualquier parte del castillo era un mundo nuevo, maravilloso y único, algunas veces era una gran caverna donde se enfrentaba a un gran dragón negro con ojos amarillos, el cual era rodeado por ríos interminables de lava, otras era un gran bosque con un gran lago con aguas cristalinas las cuales paseaban pequeños peces luminosos de distintos colores brillantes que contra el sol se alcanzaban a observar pequeñas escamas diamantadas reflejando la luz, otras veces se encontraba con la silueta de enormes y feroces monstruos los cuales en la obscuridad solamente se alcanzaban a ver el reflejo de ojos rojos como el fuego entre la niebla de un bosque marchito, otras ocasiones se sentaba en la falda de un frondoso árbol la caída del crepúsculo rodeado por hermosas flores que resplandecían cuando llegaba la noche, el cielo era basto y lleno de estrellas titilantes.

Y en esas noches estrelladas, la princesa sentía que el universo entero susurraba secretos al viento, secretos que sólo ella podía entender. Su habitación, con sus pesados tapices y muebles de roble, se transformaba en la cima de una montaña solitaria, el lugar perfecto para escuchar la canción de las esferas.

Una tarde, mientras la luz del sol se filtraba por el alto ventanal de la biblioteca, polvo de oro danzando en cada rayo, la pequeña princesa descubrió que el tapiz más antiguo, aquel que mostraba una escena de cacería bordada con hilos un poco descoloridos, tenía un pliegue profundo que nunca antes había notado. Acercándose con la cautela de una exploradora en tiernas desconocidas, deslizó sus pequeños dedos por aquella grieta de tela. Para su asombro, detrás del pesado tapiz no había muro de piedra, sino una estrecha abertura, un pasadizo secreto que se perdía en la penumbra.

El corazón le latió con fuerza, no de miedo, sino de una emoción vibrante. Este no era un escenario de su imaginación; era real. Tomando una lámpara de aceite que descansaba sobre un atril, encendió la mecha. La flamita titilante proyectó sombras largas y temblorosas que parecían saludarla desde las paredes. Con el alma llena de valentía prestada de sus mil batallas inventadas, dio el primer paso.

El corredor era frío y olía a humedad y a siglos de silencio. Las piedras, ásperas bajo sus delicadas sandalias, pronto dieron paso a una escalera de caracol que descendía en una espiral tan cerrada que parecía llevar al mismísimo centro del mundo. No había dragones de ojos amarillos ni ríos de lava, pero la oscuridad era tan profunda que la pequeña llama de su lámpara era un acto de rebelión contra ella. En la negrura, su mente, fértil como siempre, creyó vislumbrar pares de ojos brillantes, no rojos como el fuego, sino verdes como el musgo fosforescente, que la observaban con curiosidad antes de desvanecerse.

Después de lo que pareció una eternidad, la escalera terminó. Se encontró en una cámara circular que no aparecía en ningún plano del castillo. No era una mazmorra, ni una bodega. Era una sala cuyas paredes estaban recubiertas de cristales que crecían como flores de hielo, y en el centro, sobre un pedestal de obsidiana, descansaba un objeto que hizo contener la respiración a la princesa. Era un huevo, pero no como ningún otro que hubiera visto. Era del tamaño de su mano, y su cáscara no era lisa, sino que tenía la textura de la perla y el color de la galaxia en una noche despejada, con remolinos de azul profundo, púrpura y diminutas motas que brillaban con una luz propia.

Lo tomó con cuidado, sintiendo un calor suave y una vibración casi imperceptible que le recorrió el brazo. En ese instante, supo, con la certeza absoluta con la que se conocen las cosas en los sueños, que ya no estaba sola. Su imaginación, aquella fiel compañera, había guiado sus pasos hacia una magia real. El huevo latía en sus manos, un corazón de cristal y promesas, y la princesa, rodeada de la oscuridad y el brillo silencioso de la cámara de cristal, sonrió. Su próximo mundo maravilloso no necesitaría ser imaginado; estaba a punto de nacer.

Y así fue. La princesa cuidó del huevo en la intimidad de su alcoba, envolviéndolo en suaves paños de seda y colocándolo junto al alféizar donde la luna pudiera bañarlo con su luz plateada. Le cantaba canciones sin palabras, las mismas que el viento le había enseñado en sus noches de imaginación. Y una mañana, con el primer rayo de sol que rozó la cáscara nacarada, una fina grieta apareció. De dentro no salió un dragón, ni un pájaro de fuego, ni un monstruo. De aquel cascarón emergió una criatura pequeña y gentil, con ojos que eran dos fragmentos de noche estrellada y un cuerpo que parecía hecho de la penumbra misma salpicada de lucecitas titilantes. Era un ser de pura magia, un compañero nacido no de la sangre, sino de la fe y la fantasía de una niña que había sabido buscar la luz en su soledad.

La princesa, por primera vez, no necesitó inventar mundos para sentirse acompañada. Había aprendido que la verdadera magia no reside en escapar de la realidad, sino en tener el valor de explorar lo desconocido con el corazón abierto. Porque a veces, los tesoros más extraordinarios y los amigos más fieles no se encuentran en reinos lejanos, sino aguardan, pacientemente, al final de un pasadizo secreto que sólo la imaginación persistente y un espíritu valiente son capaces de descubrir.

Y la moraleja de esta historia es:

No subestimes el poder de una mente soñadora, pues la imaginación no es un refugio para escapar del mundo, sino la llave que puede desvelar sus maravillas más escondidas y convertir la soledad en el principio de la más grande de las compañías.



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En el texto hay: fantasia, moraleja, cuento de hadas

Editado: 28.11.2025

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