El pueblo no tenía nombre.
Nadie se lo había dado, o quizás lo había perdido cuando los mapas dejaron de mirar hacia allí. Las casas eran viejas, las calles de tierra, y el aire tenía esa mezcla extraña entre humedad, madera y resignación. Era un lugar que sobrevivía, pero que no vivía.
Entre esas calles polvorientas, dos hermanas estaban sentadas en un banco sin respaldo.
Marcos llegó sin esperarlo. Estaba herido, pero se desvió al verlas. Las dos no pararon de jugar entre hojas secas. No supo por qué, pero el brillo de sus pieles contra el sol le hizo detenerse. Las observó más de lo que creía permitido.
Algo en sus ojos no pidió ayuda. Solo tiempo.
—¿También has venido a visitarlas? —preguntó un señor desde una casa. Su barba se extendió como una colina.
Sin voltearlo a ver, respondió con un murmullo:
—No, solo se me hizo raro verlas sin sus padres.
—Ah… —El hombre se levantó de su silla. Agarró su bastón y bajó las escaleras hasta llegar donde Marcos. —Ellas no tienen padres. Tampoco hermanos.
Marcos se echó para atrás y apretó los puños con fuerza. No por la noticia, sino por la tranquilidad con la que le dijo.
—No suena como si lo dijera en serio. ¿Acaso me está mintiendo?
Soltó una risa leve ante su pregunta. El hombre acarició su barba y posó su mano en el hombro de Marcos.
—Hace ya mucho tiempo que no mentimos sobre ellas, joven. Les dejamos pan viejo, cubos de agua, a veces una manta…
Las niñas se lanzaron entre sí una pelota. Este terminó en un río. Ambas se lanzaron para traerlo de vuelta.
—A cambio, ellas nos sonríen, pero solo porque no saben hacer otra cosa.
Marcos sintió que su pecho se ablandó. Su mirada se suavizó. El hombre giró hacia él, pero estuvo tan perdido al verlas que se retiró en silencio.
La noche cayó antes de que se diera cuenta. Las niñas pasaron por las calles de tierra, tomadas de las manos. Marcos las esperó a la esquina.
—¿Necesitan que las lleve a casa?
Ambas se detuvieron. Se miraron por un momento. Una de las niñas miró hacia una roca, mientras la otra se escondió detrás.
Pero, al notar una mínima sonrisa en Marcos, las hizo asentir.
Marcos caminó detrás de ellas. Notó que una, la mayor, tenía un pequeño clip celeste, y la otra uno verde.
Lo primero que lo recibió fueron las paredes de piedra gruesa. Estas dejaron un eco de un goteo lejano. El duro suelo de piedra no era gentil con sus pequeños pies, pero ni Marcos ni las niñas dijeron algo al respecto.
Ellas le sirvieron un pequeño trozo de pan, justo alrededor de una mesa de piedra improvisada.
—Mi hermana pensó que eras un ladrón. Casi te lanza una piedra.
Marcos esbozó una sonrisa. Tomó un pequeño vaso y les sirvió agua a las dos.
—¿De verdad?
La chica del clip verde se rio junto a su hermana.
—Es que… das un poquito de miedo…
—¿Por qué? —Se acercó un poco a ellas y dejó el vaso sobre la mesa.
La menor giró hacia él. Le hizo una mueca para que se acercara y le tocó las mejillas.
—Porque tu rostro es muy serio… ¿tú no sonríes mucho?
Su hermana mayor le sostuvo las manos y las apartó de Marcos.
—¡Nori! No seas atrevida con el muchacho…
Ella le dio una ligera palmada en la cabeza. El rostro de Marcos se suavizó y acarició la cabeza de ambas.
—Está bien. No se preocupen.
Al mirarse entre sí, no pudieron evitar sonreír y darle un ligero abrazo.
La noche pasó en silencio, pero Marcos notó ligeras escamas que salían de los brazos de las hermanas. Parpadeó un par de veces. Creyó que quizás solo era su falta de sueño.
La luna se posó en lo más alto del cielo. Marcos se fue con una sonrisa cuando ambas niñas se quedaron dormidas. Cerró la puerta con suavidad y se sentó en la acera de una casa.
Su sonrisa había quedado plasmada como una escultura, y la noche parecía sonreírle de vuelta.
Cuando estuvo por irse, notó al señor de antes, quien estaba sentado afuera de su casa junto a un libro.
—Y yo ya estaba jurando que te ibas a ir. —El sonido de su silla mecedora le hizo notarlo. Marcos se volteó, pero su vista recayó sobre la casa. —A fin de cuentas, pareces ser bueno con las niñas.
—No es nada. Simplemente son gentiles.
El señor sonrió. Cerró su libro y lo puso encima de una mesa.
—¿Piensas pasar la noche en algún lugar?
—Pensé en dormir aquí…
Se levantó de su silla con dificultad. Marcos intentó subir a ayudarlo, pero el señor ya había guardado la silla dentro de la casa.
—Hay un lugar a lo lejos en donde puedes dormir. Queda al fondo si sigues el camino.
Marcos asintió con la cabeza. El señor lo observó mientras se iba, pero su sonrisa se borró. Como si estuviera viendo a un caminante sin rumbo.
Joven… ¿qué harás cuando sepas la verdad?
Durante otras tres noches, Marcos no pudo olvidarlas. Se volvió casi una rutina para él ir a visitarlas.
Pero al llegar a la última, la más silenciosa de las tres lunas, la niña del clip celeste, le dijo:
—Mi hermana y yo tenemos la enfermedad que mencionaron… —Apretó con fuerza la mano de su hermana, quien estaba sudando en una pequeña cama; sus escamas brillaron. —La única cura que nos dijeron es borrar nuestros recuerdos.
Marcos sintió que su corazón estuvo en su mano. Apretó con fuerza sus puños.
—Puedo ayudarlas—dijo. Su rostro fue iluminado por la luz tenue de una lámpara de aceite—. Puedo encontrar la forma de hacerlo.
La hermana mayor negó con suavidad. No con rabia. Con pena.
—Gracias por querer mostrar esperanza, pero no quiero que busques otra cura. No nos queda mucho tiempo… —Pasó su mano por el cabello de su hermana. La piel de su frente ardió como lava. —Y aunque curarla signifique alejarme por completo de ella, prefiero morir a su lado que abandonarla a su suerte.
Su convicción tembló.
Sintió un nudo en la garganta. Intentó romperlo con lo primero que se le vino a la mente.