—Cuando un niño cierra sus ojos, un nuevo ángel nace en el paraíso, cuando sus manos se cierran en la tierra, dos alas se despliegan en la eternidad…—Recitó el padre, situado frente al ataúd marrón con rosas blancas posado sobre el material—Cuando un niño deja de palpitar, un corazón puro y limpio lo hará junto al de dios. Cuando dos pies virginales ya no caminen, un gran sendero rodeado de flores y árboles lo esperará en lo más alto de la cumbre…—Gloria me abrazaba desde mi lado izquierdo, intentando de alguna manera brindarme su apoyo, pero a pesar de ello, no sentía su consolación—Hoy una persona dejó de ser una persona, para convertirse en un ángel, uno que habitará nuestro hogar, nuestros corazones…—Mis pupilas estabas clavadas sobre el césped y se negaban a moverse de allí. En cuanto a mi expresión solo era de neutralidad a excepción de las lágrimas que silenciosamente mojaban mi rostro—Nuestras almas y vidas… el nombre de ese nuevo ángel se hace llamar Winston Beer, el pequeño ángel de grandes alas.
Elevé levemente mis ojos hacia Bertha, quién aferrándose a Janine, sollozaba sin reparo alguno y susurraba para ella misma palabras que solo ella misma entendía. Estaba destrozada.
Todos los estábamos.
—¿Anel? Ey, ¿Anel? —Susurró Gloria con lentitud—La misa ha finalizado, si quieres…
—No puedo soportarlo—Me alejé de ella, comenzado a caminar sin rumbo alguno. Intuí que Gloria intentaría seguirme y por ello me detuve sin voltearme—Deseo estar sola, por favor—Y sin más que decir, ella asintió.
Caminé alejándome de ese lugar. No existía descripción en el mundo que pudiera explicar la manera en la que me sentía. Percibía demasiado dolor en el centro de mi pecho y mi garganta se cerraba, quitándome el aire de los pulmones obligándome a inhalar profundamente en reiteradas veces.
Mi mente se negaba a aceptar que Winston se había ido, me negaba a creer que ya no vería sus ojos verdes o sus pecas decorando su pequeña y perfilada nariz. Lo había perdido, él se había ido y no tuve siquiera un momento para poder decir adiós.
¿Qué se supone que haría ahora?
Mis pestañas aletearon repetidamente hasta quitar los pequeños copos de nieve que cayeron sobre ellas y levemente fruncí mi rostro al verme en la orilla de la calle, ya en la ciudad. Sin notarlo, me había alejado del cementerio y en un santiamén ya estaba en el centro de todo el lugar.
Observaba a la gente pasar, unos reían, otros charlaban entre sí y otros solo caminaban con rapidez con el objetivo de dirigirse a algún lugar.
Esta era una prueba. Esta era mi prueba de vida, la más dolorosa.
Jamás lo fue el irme a China, el ser abandonada por mis padres o el hecho de haber sido abusada de pequeña. No.
La prueba era el cómo saldría luego de esta pérdida ¿Y la verdad?
No lo sabía.
Me sentía sola, sin ganas de luchar por creer que algún día todo mejoraría y que aceptaría que esto no era un adiós para siempre, sino un simple hasta luego.
¡Él debía estar vivo!
Mis manos viajaron hacia mi coronilla e hicieron presión apaciguando la rabia que sentía florecer en mi interior.
Odiaba la vida.
¡La odiaba!
(...)
Unos golpes en la puerta llamaron mi atención. Apreté mis puños y mi mandíbula se tensó con rabia ante la interrupción.
—¿Cariño? —Oí la voz de Bertha—He traído tu desayuno.
Sequé mis lágrimas y en medio de la oscuridad de la habitación, caminé a tientas hasta la puerta de mi antiguo cuarto. Con rapidez abrí la puerta, hasta la mitad, impidiendo que viera mi rostro o alguna parte de mi cuerpo a excepción de mi mano.
—Dámelo—Arrebaté la bandeja de sus manos y con brusquedad la introduje, volteando un poco de líquido sobre el mismo material.
—Cielo me preocupas, has estado hace casi tres semanas aquí dentro desde que decidiste venir desde el hotel—Susurró con pena—Me preocupas.
—Quiero estar sola Bertha—Repetí con voz ronca, intentando cerrar la puerta.
Ella se interpuso—Te lo suplico, al menos deja que entre y ordene un poco allí dentro—Dijo con voz rota.
—¡He dicho que quiero estar sola! ¿¡No lo entiendes!?
—Pero…
—¡Sola, déjame sola! —Cerré de un portazo y tomé mi cabello entre mis manos—¿¡Por qué mierda no me dejan en paz!? —Chillé a todo pulmón para luego tomar el borde de la bandeja y botarla hacia algún lugar en la habitación—¿¡Por qué lo hiciste!? ¡Te odio! —Chillé en medio de sollozos—¡Juro que te odio! —Con mis puños, golpeé el vidrio situado junto a la ventana—¡Maldición! —Grité sin detener mis golpes. El quiebre de los cristales se hacía sonar y junto a ellos, el dolor en mis palmas y el líquido barriendo todo por mi piel.