Quien aún se hallaba en su hogar, con los ojos cansados y la incesante voz de su único acompañante en el oído, el tiempo en contra y un dolor latente ante sus días contados, intentaba entonces despistarse con cualquier tontería que Nathan le mencionara. Él temía que solo un segundo fuera suficiente para perderla en un sueño posiblemente eterno, por lo que cualquier cosa y a la vez ninguna pasaron a volverse interesantes ante su criterio. Mencionaba cada detalle que se le ocurriera, habiendo pedido previamente a esa mujer que no se dispersara y tratase de estar concentrada constantemente en su voz, era necesario que la siguiera, o podía perderse.
Se encontraban los dos sentados en uno de los balcones, sobre la baranda, él debía sostenerla por la cintura para que no cayera. Se había opuesto, pero la chica quería apreciar la vista, aquella que abrazaba todo el bosque, que le recordaba su insignificancia frente al tamaño de ese mundo suyo. Ajeno a la voz de Nathan, nada más se oían sus respiraciones. No había animales, la inmensidad de esa arboleda venía acompañada de un insoportable silencio, constante. Por ello las gemelas justificaban sus matanzas en dicho lugar: cuando un visitante se perdía dentro, sin poder encontrar el castillo en su centro, comenzaba la batalla interna contra su propia locura. Dicen, incluso, que tras unas horas llegabas a escuchar latir tu corazón, la sangre recorriendo tus venas, hasta las pequeñas burbujas de ácido que revientan dentro de tu estómago. Una vez incluso ella fue la que se perdió, y hubiese sufrido igual, si no fuera por la llegada repentina de su hermana para salvarla. Pensaba en eso, en otras cosas más, pero no decía nada. A través de su rostro, el chico junto a ella pudo descifrar que algo había recordado, algo doloroso o que le avergonzaba, le molestaba. Por un segundo, dos, tres, él guardó silencio. La observó detenidamente, por primera vez de esa manera, sorprendido por detalles que jamás le habían llamado la atención, menos aún de esa mujer. Rose giró ligeramente el cuello, entregándole la mirada, y le regaló una sonrisa. Pequeña, inocente, pero real como nunca antes fue, más aun para ese hombre. Solo tardó unos segundos, ese par de segundos que Nathan guardó silencio, la curva de su boca se borró, volviéndose recta. Sus ojos se perdieron, revoloteando por breves instantes, y cayó sobre los brazos de su amigo.
Cuando se percató, Nathan intentó reanimarla a toda costa. Se desesperaba más a cada segundo extra que aquella tarea le tomaba, Rose no reaccionaba. Un miedo intenso comenzó a recorrer su cuerpo, aunque no estaba del todo seguro por la razón de este. ¿Era a perderla, a ella, que no había significado nunca nada para él? Tal vez a Opal, a que desatase su furia encima de él. O simplemente era la sensación de que todo el tiempo y esfuerzo gastados fueran en vano. Intentó convencerse de que era esa última opción, sin llegar a estar del todo seguro. Le costó, pero finalmente consiguió que despertara. Rose abrió con lentitud sus ojos, levantando a una misma velocidad la mirada, susurrando con su voz hecha un hilo.
—Llévame al «Cementerio de Elefantes».
Nathan lo meditó, tratando de recordar el sitio mencionado, al que de hecho jamás había ido. La cargó en brazos, con cuidado, y se dirigió a la habitación de Opal. Allí habían dejado el diario donde ella escribió sobre sí misma y su hermana, asumiendo que también diría algo sobre aquel lugar. Recostó a la chica en aquella cama donde otra similar a ella solía dormir, perdiendo la mirada momentáneamente en su oscuro y a la vez brillante cabello. Rose mantuvo los ojos sobre él, tímidos, entrecerrados. Nathan le regaló una pequeña sonrisa. Se sentó luego junto a su cuerpo, tomando en un mismo movimiento aquel libro. Lo ojeó, hasta hallar una página cuyo título era el lugar solicitado.
«Al pasar los años, el bosque que nos rodea va creciendo y tomando poder sobre el planeta que en un primer momento le perteneció, pero hay un lugar al que no ha reclamado. Aun con el pasar de los siglos, el límite Norte dejó de avanzar sobre el desierto que lleva a las ruinas de la capital. Devoró por completo las Tierras Prohibidas, los campamentos que rodeaban la pradera y dejó solo en pie el castillo que se levantó en su centro. Destruyó pequeños pueblos ya abandonados, ciudades mercantes y amenazó con cubrir por completo la superficie de la triste roca flotante a mitad del universo donde vivimos, pero a ese sitio no. La ruinas de nuestra antigua metrópolis siguen de la misma manera desde el día que pasaron a serlo, y en su centro, donde solía estar el palacio del Rey Padre, un cráter de magnitudes inimaginables al que llamamos nuestro Cementerio de Elefantes, en honor a la humanidad de nuestra madre.»
—Límite norte del bosque, pasando el desierto y las ruinas, en el centro de la antigua metrópolis. —Pasó lista, luego dejó el diario sobre la mesa de luz y miró a la chica a sus espaldas—. ¿Voy bien?
Ella realizó un ligero ademán, casi imperceptible, confirmando sus palabras. Entonces volvió a tomarla en brazos, saliendo a paso decidido de su hogar y entrando en la profundidad del bosque. Debía atravesar únicamente la mitad de su tamaño real, dada a la posición tan simétrica de la vivienda. Pero incluso así, el camino era largo y agotador, hasta para él, que gozaba también de múltiples habilidades. De todas formas, lograron cruzar el bosque lo suficientemente rápido, Rose permanecía consciente. Al finalizar la última hilera de árboles se presentaron ante sus ojos las ruinas de la Capital, demostrando que la arboleda terminó por avanzar sobre el desierto. Nathan se dispuso entonces a recorrer ese sitio, buscando lo que Opal describió en el diario. En donde se supone que estaba dicho cráter hubo nada misma, se les presentó como el desierto que debieron encontrar antes, sin arena y con poca flora.
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Editado: 18.07.2021