Operación Melody

Fase cero

Llegué a la escuela más temprano de lo normal. Saqué los libros de mi locker con la misma emoción con la que llegue temprano la escuela: cero. Con todo y eso, ya estaba resignado a sobrevivir otro día de preparatoria.

Al entrar al salón, me topé con una escena poco común: Layla ya estaba ahí, esperándome de pie cerca de mi lugar. Sus ojos verdes me miraban con expectación, como si estuviera evaluando si había pasado un examen que ni siquiera sabía que había presentado.

—¿Y bien? —preguntó, cruzándose de brazos.

—¿Y bien qué? —dije, parándome frente a ella sin entender nada.

—¿Te pusiste la crema? —Su tono era tan serio que por un momento pensé que hablábamos de un medicamento vital.

—Sí… me la puse anoche —contesté, encogiéndome de hombros—. Pero me imagino que no es de efecto inmediato, ¿no?

—Lo sé. —Asintió, satisfecha, como si acabara de tachar una tarea de su lista—. Solo quería confirmar.

—¿Me puedes decir ya qué va a pasar después de la escuela? —pregunté, bajando la voz. Noté como algunos compañero alrededor habían notado nuestra muy inusual conversación.

Ella sonrió como si hubiera estado esperando la pregunta.

—Voy a ir a tu casa.

—¿Qué? —casi me atraganté con la palabra.

—Necesito ver tu hábitat —dijo muy seria—. Tu cuarto, tu ropa, tus cosas. Saber qué te gusta, qué no, qué tan organizada está tu cama...

—¿Mi cama? —repetí, horrorizado.

—Obvio. Si quieres que Melody y tú tengan de qué hablar, necesito encontrar puntos de conexión, y para eso, tengo que saber que territorio estoy pisando.

Genial. Ahora no solo era su proyecto personal, también me había convertido en su objeto de estudio. Lo peor es que parecía estar disfrutándolo demasiado.

¿Pero cómo habíamos llegado a esto?

Un momento.

¿Y cómo demonios sabía que la carta era para Melody? Había cosas que no me cuadraban… pero supongo que podía preguntarle más tarde. Aunque, espera. ¿Por qué estaba aceptando que ella fuera a mi casa? ¿En qué momento habíamos decidido eso?

Empezaba a darme cuenta de que esta chica siempre salía con la suya.

La observé mientras seguía en mi espiral de preguntas sin respuesta. Como si nada, caminó hasta el pupitre de la compañera que se sentaba a mi lado y, sin pedir permiso, le dijo que necesitaba ese lugar. Mi compañera la miró sorprendida, y con toda razón: hasta donde yo recordaba, Layla no había cruzado palabra con nadie desde que había llegado a la escuela. La sorpresa en el rostro de la chica era perfectamente válida… la mía también.

Un momento. ¿Por qué se estaba sentando a mi lado? ¿Qué era lo que planeaba? ¿Acaso pensaba vigilarme todo el día? ¿Ya no iba a poder hacer nada sin su aprobación? ¿Qué iba a pasar conmigo?

—¿Es necesario llegar hasta este punto?— pregunté, sin poder ocultar la preocupación en mi cara.

—Claro, tengo que saber lo más que pueda de ti— dijo como si fuera lo más obvio.

—¿Me vas a acompañar al baño también? —solté, medio en serio, medio en broma, aunque por dentro me aterraba que respondiera algo como “claro, tengo que saber lo más que pueda de ti”.

Layla me dio un leve golpe en el brazo y rodó los ojos como respuesta, lo que tomé como un no, cosa que agradecí.

La maestra de matemáticas entró al aula y las clases comenzaron. Todo parecía normal… salvo por un detalle: a cada tanto sentía la mirada de Layla observarme. Trataba de ignorarlo, pero no era fácil concentrarse cuando alguien te observaba como si fueras un ratón de laboratorio.

Era una sensación rara, nueva. Normalmente mi presencia pasaba completamente desapercibida; podía estarme sacando un moco en plena clase y a mi compañera de al lado ni siquiera le importaba. Pero ahora tenía a una extraña que, de vez en cuando, anotaba cosas en su libreta mientras me miraba, como si cada movimiento mío fuera digno de registrarse.

Así pasó el resto de las clases: yo fingiendo que ponía atención, mientras mi “instructora” seguía recolectando información.

Cuando al fin sonó el timbre del receso, suspiré aliviado. Salí del salón rumbo a la cafetería, feliz de poder huir de esa vigilancia por unos minutos, cuando de pronto la escuche llamarme.

—¡Mitch! ¡Espérame!— Gritó desde adentro del aula.

Un escalofrío me recorrió la espalda. No tanto por el grito, sino por el apodo. Mitch. ¿En serio me iba a seguir diciendo de esa forma? Aunque lo peor no era el apodo en ese momento, sino sentir las miradas de mis compañeros clavadas en mí, como si de repente hubiera adquirido visibilidad de la nada.

Nunca me había sentido tan visto, y con tantas ganas de regresar a mi invisibilidad.

Y bueno, como era un masoquista, la espere.

—¿Vas a la cafetería?— me preguntó cuando me alcanzo. Llevaba una lonchera con dibujos de astronautas; la veía tan seria que el contraste me hizo reír por dentro.

—Si, ¿tú también?— pregunté, mirando fijamente a la lonchera, esperando que dijera que no.



#1677 en Otros
#531 en Humor
#4689 en Novela romántica

En el texto hay: humor, romance, romcom

Editado: 23.09.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.