Operación Melody

Detención Inesperada

Salí de casa todavía medio adormilado, dejando tomas mis ganas de ir a la escuela en mi cama. A cada paso repasaba mentalmente lo que me esperaba en el día, y de pronto caí en cuenta de algo que me hizo fruncir la cara: ayer terminé tan cansado que olvidé por completo la tarea de matemáticas. Genial. Tendría que ver si durante la clase encontraba el momento de hacerla, no quería que fuera la primera vez que me castigaran.

Iba dándole vueltas a eso cuando empecé a sentirlo. No sé cómo explicarlo… una especie de vibra extraña a mi alrededor, como si las conversaciones del pasillo se fueran apagando justo detrás de mí. Me giré apenas y fue ahí cuando los vi: un grupo de cinco estudiantes que caminaban directo hacia donde yo estaba. Antes de darme cuenta ya me habían cerrado el paso.

—Oye, rarito —dijo uno, el que iba en medio, con una sonrisa torcida—. Explícanos algo.

Yo me quedé en silencio, esperando.

—¿Cómo fue que alguien como tú consiguió hablar con la chica nueva? —añadió otro, con un tono entre burla y genuina curiosidad.

Los demás soltaron una risita corta, como si lo que estaban haciendo fuera divertido.

—Pues… normal —respondí, encogiéndome de hombros. Era la verdad. No había nada especial que contar.

No parecía suficiente. El del medio chasqueó la lengua.

—Bueno, en vista de que no quieres compartir tu secreto, tendrás que presentárnosla.—Indicó, haciéndome sentir que no tenía mucha opción.— Dile que somos tus amigos.

La palabra “amigos” sonó como una burla. Y ahí fue cuando se me cruzó por la cabeza lo obvio: Layla no era el tipo de chica que hablaría con alguien como yo, era algo de lo que siempre fui consciente, pero nunca me detuve a analizar. Era tan fácil hablar con ella que empece a verlo como algo normal. La cosa ahora era que no sabía si podía decir que fueramos amigos o no, ella había dicho que yo era su amigo en mi casa, sí, pero… ¿era de verdad? ¿O solo fue una forma de decirlo frente a mis padres?

Sentí el estómago apretarse y tragué saliva.

Ahora no sabia como librarme de esta situación, y tampoco parecía que presentarles a estos chicos fuera una buena idea, no se veía que fueran una buena compañía.

Y justo entonces escuché su voz.

—Mitch.

Giré la cabeza y ahí estaba Layla, parada con los brazos cruzados, mirándolos a todos sin un atisbo de miedo. Su mirada tenía un aire desafiante.

Los cinco se quedaron callados, observándola, evaluándola. Yo me tensé; de pronto, su presencia aquí no creía que fuera la mejor idea, ahora parecía mas acorralado a hacer lo que ellos querían.

—Ven —dijo Layla, con total naturalidad—. Tenemos clase de física.

Dio un paso como para sacarme de ahí, pero uno de ellos me rodeó con el brazo y me jaló un poco hacia él.

—Eh, tranquila. Estábamos hablando con mi amigo —dijo, recalcando la palabra “amigo”—. ¿No te ha hablado de nosotros?

Layla no respondió.

El tipo rió bajito.

—Uy, parece que tu amiga no es de muchas palabras, ¿eh? —me miró a mí, levantando las cejas—. Oye, rarito, ¿por qué no nos la presentas? ¿Por qué no le hablas bien de nosotros?

Me quedé en silencio, por más que pensaba no encontraba una forma pacifica de zafarme de esa situación y llevarme a Layla lejos de ellos.

—Anda —remató el otro, dándome una palmada fuerte en la espalda—. Dile que somos tus amigos.

—Dudo mucho que Mitch tenga amigos, y si los tuviera, seguramente no serían tan estúpidos como ustedes —dijo Layla, con una sonrisa tan fría que quemaba. La frase cayó en el pasillo como un ladrillo; los cinco se quedaron mirándola, la rabia se les notaba en el rostro.

Se quedaron sin palabras, así que respondieron con gestos —puños apretados, chistes malos que no llegaron a nada— mientras Layla ya estaba girando sobre sus tacones.

—Se me está haciendo tarde —añadió, impaciente—. Voy a buscar a un profesor para que detenga este pobre intento de bullying.

Mientras se alejaba, uno de ellos la alcanzó y le agarró el brazo con demasiada confianza, tirando de ella hacia sí como si fuera una propiedad.

No lo pensé. De nuevo, no fue sorpresa ni un acto impulsivo; fue una decisión clara: no iba a permitir que la tocaran así. Di un paso al frente mientras sentía mi estomago revolverse.

Primero le sujeté la muñeca al grandote que la tenía, y tiré en dirección contraria a su propio agarre. El hombre perdió el equilibrio; aproveché ese desorden para descolocarlo con un barrido de pierna preciso, llevándolo al suelo de forma silenciosa. Otro de ellos intentó abalanzarse y lo redirigí con el antebrazo, tirando de su impulso para que se abriese de lado en vez de chocar conmigo.

Les apliqué llaves controladas, y los aparté hasta que decidieron retroceder. No hubo golpes gratuitos: solo maniobras que rompían su agresión y los dejaban con más miedo que orgullo.

Se marcharon jurando venganza, porque siempre hay que decir algo al despedirse con dignidad fingida.

—Esto no se acaba aquí —escupió uno— ¡Nos las pagaras, rarito!



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En el texto hay: humor, romance, romcom

Editado: 23.09.2025

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