Brie
“(...) Luces muy bonita al sonreír.”
Oh. Por. Dios
La frase parecía no querer parar de repetirse dentro de mi cabeza. Y desearía nunca necesitar frenar su repetición. La simple idea de que alguien gustara tanto de mi como para tomarse el tiempo de decir algo tan bonito y en un gesto tan puro como una carta calentaba mi corazón de una manera inimaginable.
Adoraba el regalo con todo mi ser, aun cuando todavía no lo había abierto. Pero la carta cerraba el paquete navideño con broche de oro.
Sonreí inevitablemente. Esperaba que mi Santa Secreto disfrutara de la vista.
Quise tomarme mi tiempo para abrirlo. Sacar el envoltorio cuidadosamente para no romperlo y poder guardarlo para el resto de mi vida. Que aun cuando fuera una viejita alegre con bastón pudiera observarlo en una caja y decirles a mis nietos: “esto viene del momento en el que un santa anónimo supo cuál era el regalo perfecto para mí”. Ellos luego me preguntarían quién había sido y respondería con una sonrisa enorme que su abuelo.
Pero primero tendría que descubrir su identidad. Y abrir el regalo, para no quedarme observándolo por media hora con una sonrisa de maniática. Seguramente a estas alturas Zoe estaría echando miradas hacia mi lugar, creyendo que finalmente había perdido la cabeza.
Con cuidado, fui tomando las partes despegadas del papel metálico que envolvía la bola de nieve. Aún cubierta, podía sentir el frío del vidrio traspasando hacia mis dedos. Guardé el papel en el bolsillo de mi mochila junto con el moño, que podría reutilizar para otra ocasión. La carta la guardé dentro de mi billetera, para que no se doblara y conservarla perfectamente.
Lo que mis ojos presenciaban parecía irreal.
Cuando era pequeña mis padres y yo solíamos mudarnos constantemente. Sea por nuevos puestos de trabajo que surgían para ellos dentro de sus empresas o simplemente por el nomadismo que los invadía con el cambio de las estaciones. Al comenzar las épocas más cálidas del año, mis padres siempre decidían mudarse a la ciudad más fría del país. Supongo que por eso siempre amé tanto la navidad. Aunque no disfrutara mudarme constantemente, el estar con mi familia lo volvía divertido.
Cada ciudad representaba para mí una nueva bola de nieve.
Todo comenzó cuando tenía tres años y mi padre me regaló una que pertenecía a él de niño. En un inicio me pareció un poco triste ver al pingüino atrapado en ese pequeño y esférico mundo nevado por el resto de su existencia. Pero con el paso de los años comencé a desear esa quietud, la perfección que acompañaba el quedarse en un lugar por mucho tiempo.
Nueva York fue nuestra última ciudad. Con los signos de la edad comenzando a notarse, mis padres decidieron finalmente asentarse. Adoraban el espíritu festivo de la gran ciudad, sus plazas y los icónicos taxis amarillos que aparecían en cada película hollywoodense. Antes de Nueva York habíamos estado viviendo en Virginia, junto con mis abuelos, y fue allí que me regalaron las dos bolas de nieve que más adoraba. Se trataba de unas que venían en pareja, de edición limitada de Given´s.
Podía pasar horas admirándolas. Eran simplemente mágicas, con un reno en cada una, complementándose entre sí. Como niña y fanática de Bambi, se volvieron mis favoritas por varios años.
O al menos, hasta la mudanza.
La mudanza a Nueva York, apresurada y acompañada por un mal servicio de transporte (también un poco de mi culpa al envolverlas mal) había resultado en la pareja de renos hecha trizas en su pequeña caja.
Quedé devastada por meses. Mis padres intentaron fingir que las habían reparado, comprando unas similares apenas llegamos. Pero ninguna era similar a ellas. La nieve era menos blanca, y los renos no tenían su brillo ni la magia que recordaba.
Pero ahora, frente al regalo de mi Santa Secreto, mi niña interna solo podía saltar de felicidad. Era el reno. El macho de la pareja que había perdido hace tantos años. Si bien faltaba su pareja, este gesto me ilusionaba de una manera enorme. Nunca pensé que volvería a verlas. En especial, siendo que cada año revisaba las tiendas de Given´s con esperanza de encontrarlas.
—¡Bien, los pocos que quedaron! —dijo Zoe. Su gorro de elfo se cayó de su cabeza cuando se agachó a recoger su regalo. Se lo acomodó y continuó—: Recuerden que esta noche nos encontraremos en el bar de Rory para celebrar. ¡Pasen una buena tarde, y los espero allí para bailar y beber!
Con la pronta salida a casa me decidí. Iba a hacer hablar a Chris de la manera que fuera necesaria. Y, además, iba a comenzar el proyecto “Descubriendo a Santa” en búsqueda del anónimo que, de alguna manera, supo cómo grabar una sonrisa en mi rostro.
Seguí sonriendo como una tonta mientras levantaba la vista hacia los pocos que quedaron en la oficina. Tal vez, si tenía suerte, mi santa seguiría por ahí y podría atraparlo sin necesidad de demasiada investigación.
Me sorprendieron los resultados. No me estaba observando una sola persona. Sino cuatro. Gary, medio dormido, tenía sus ojos clavados en mi regalo, ahora descubierto. Chris sonrió ligeramente hacia donde estaba mirándome a los ojos. Los dos restantes eran Dominic, y Peter. Con el último me entró un escalofrío al cuerpo mientras este movía su mano en cámara lenta para saludarme, notando que lo había visto.