Zoe
24 de diciembre
Adoraba las épocas festivas en general, pero la Navidad —si tuviera que crear una lista— se llevaría el primer puesto. Mi cuerpo no podía parar de moverse con felicidad por todos lados, tratando de inyectarla al resto de mis compañeros con el traje de elfa que había rentado en la tienda de disfraces la tarde anterior.
La Navidad me dio mucho desde niña. Aun cuando mis padres no estaban muy presentes, algunos comedores de la zona donde vivíamos lanzaban colectas de juguetes, comida y ropa para niños necesitados. Era un gesto maravilloso, y aunque quizás para esas personas no significaba más que deshacerse de cosas viejas, yo lo consideraba una especie de milagro navideño.
Eran regalos que esperaba con ansías, aun cuando fueran cosas usadas, gastadas o alguna que otra lata de comida no perecedera. Incluso las notas que algunas personas incluían, con mensajes bastante genéricos, me hacían sentir menos sola en un mundo que se caía a pedazos.
Por eso un Santa Secreto había sido lo primero que planteé cuando ingresé al sector de recursos humanos de Volkies. En un inicio todos me observaron como si estuviera loca, más aún, siendo que tendría que enfrentar a Volk para conseguir que aprobara la propuesta anual de regalos para todos.
Pero para sorpresa de la mayoría, luego de años de rogar por mails muy largos —que ni siquiera Theresa quería leer— el jefe finalmente aceptó mi propuesta. Supongo que consideró los beneficios de unir a la oficina con un objetivo en común. O, se cansó de recibir la lista de pros y contras que incluía anualmente, junto con la firma del resto de los trabajadores que adoraban la navidad.
Aún había algunos que no querían participar, como, por ejemplo, el tan temido Volk. Y por cuestiones de ética, tampoco se me permitía entrar al juego. Sería un tanto injusto saber la pareja de cada uno, incluyéndome. Podría ser posible si Gary apoyara más en la planeación, pero hace años había entendido que él solo estaba ahí ya que adoraba vestirse de Santa.
No me molestaba ya que este año me había dado otros regalos igual de importantes.
Papá había decidido volver a recuperación. Lo hacía cada año, tratando de limpiarse por completo de años de drogas y exceso de alcohol, pero pocas eran las veces en las que podía completar el programa.
Este año será diferente, prometió.
Si bien quería creerle, siempre estaba en mí el bichito de la duda. El menor problema que se presentara en su vida, sea una rueda de la casa rodante pinchada o una pelea con los vecinos, eran capaces de desequilibrarlo de una manera irreparable.
Pero tenía esperanzas este año. Él lo había prometido y, hasta ahora, venía cumpliendo con el programa al pie de la letra. Incluso los psicólogos y especialistas del centro plantearon un tratamiento ambulatorio, siendo que veces anteriores la internación no funcionó con él.
—¡Me voy! —anunció Theresa desde su escritorio. Lanzó un suspiro dramático mientras terminaba de ordenar algunos papeles bajo su pisapapeles de tacón rojo. Éramos las últimas en la oficina. Yo me había quedado para guardar todo lo restante del Santa Secreto y ella para organizar la agenda semanal de Volk—, te veo el lunes, Zo.
La saludo con un movimiento de mano mientras muevo las pesadas cajas de decoraciones navideñas hacia el cuarto de escobas, donde quedarían hasta el año entrante.
Si tuviera que elegir una parte de la navidad que no me agradaba, sería esta. Tener que quitar todas las guirnaldas, muñecos de nieve y muérdagos colgados alrededor de los cubículos era una tarea agotadora. Pero para mí pesar, parte del trato que hicimos con Volk para poder llevar a cabo el Santa Secreto anual, era que los organizadores nos encargaríamos de regresar todo a su estado habitual.
Una vez que todo quedó donde debía estar —en el tenebroso cuarto de escobas— pude prepararme para irme lo más pronto posible a casa.
Mi cubículo era el quinto a la izquierda, en la zona de recursos humanos. Todas las zonas eran cercanas entre sí, por lo que tranquilamente podíamos compartir los chismes más jugosos de Volkies. Los cuchicheos solo paraban cuando aparecía el jefe, moviéndose al sistema de la compañía y a los chats privados.
Era un espacio pequeño con su mesa simple, gris y con algunas manchas de café de tantos años de trabajo a altas horas de la noche. Las paredes blancas del cubículo, que todos recubrían con recuerdos familiares, estaban vacías.
O normalmente lo estaban.
Un pequeño post-it amarillo estaba pegado sobre la pantalla de mi computadora. Con letra muy elegante, indicaba “Revisa tus cajones”.
Extrañada, los fui abriendo uno por uno. El primero solo tenía los currículos que revisé la semana pasada. Con el segundo cajón sucedió lo mismo, solo sumando el chicle pegado en su esquina.
El tercer cajón tenía un paquete dorado envuelto de manera muy cuidadosa. Cada esquina estaba perfectamente doblada y, hasta la cinta que mantenía todo junto había sido colocada simétricamente.
Quizás es de Theresa.
Sentándome un momento en mi silla, lo abrí. Y solo pude pensar: definitivamente no fue Theresa. Una caja negra con textura similar a la seda daba protección al brazalete más fino que hubiera visto nunca.