En sus correrías por el parque, Isabel se había encontrado más de una vez inesperadamente con Darcy. La primera tuvo a gran desventura dar con él, y para evitarlo en adelante cuidó de no indicarle que aquél era su sitio favorito. Era raro por ende que dicho encuentro ocurriese segunda vez, y sin embargo ocurrió, y aun una tercera. Parecía eso fruto de maldad ingénita o acaso penitencia voluntaria; porque en tales ocasiones no se reducía la cosa a las preguntas de ritual, a una molesta detención y nada más, sino que ahora juzgaba él preciso retroceder y pasear con ella. Jamás hablaba mucho, ni la molestaba con hacerle hablar o escuchar demasiado; mas en el tercer encuentro sorprendióle que le preguntase ciertas cosas raras, como si le gustaba estar en Hunsford, si le placían los paseos solitarios y qué opinión tenía sobre la felicidad de la señora de Collins, y sobre todo, que al hablar de Rosings y del no perfecto conocimiento que ella tenía de la casa, pareciese él suponer que cuando ella volviese a Kent residiría también allí. ¿Tendría en su mente al coronel Fitzwilliam? Ella suponía que, de referirse él a algo, debía de aludir a lo que pudiera resultar por ese lado. Afligióle esto algún tanto, y por eso le alegró verse entonces ya al extremo de la empalizada y frente a la abadía.
Estaba un día ocupada, mientras paseaba, en releer la última carta de Juana, fijándose en cierto pasaje que delataba no haber sido escrita de buen humor, cuando, en vez de verse sorprendida de nuevo por Darcy, notó, al levantar la vista, que se encontraba con el coronel Fitzwilliam. Retirando al punto su carta y simulando una sonrisa dijo:
―Nunca he sabido hasta ahora que paseaba usted por este camino.
―He estado dando la vuelta al parque ―replicó él―, como por lo común lo hago todos los años, y pensaba terminarla con una visita a la abadía. ¿Va usted muy lejos?
―No; iba a volver al momento.
Y así, en efecto, dió la vuelta y marcharon juntos a la abadía.
―¿Deja usted Kent el sábado de seguro? ―dijo ella.
―Sí, si Darcy no difiere de nuevo la partida. Pero estoy a sus órdenes; él dispondrá lo que le plazca.
―Y si no sale contento con lo que dispone, por lo menos tendrá el gusto de poder elegir. No conozco a nadie que parezca gozar de la facultad de hacer lo que quiere sino el señor Darcy.
―Gústale seguir su camino ―replicó el coronel Fitzwilliam―. Mas así hacemos todos. Sólo que él posee más medios de hacerlo que otros muchos, porque es rico y otros varios somos pobres. Hablo con el corazón. Usted sabe que un segundón tiene que habituarse a la dependencia y a negarse a sí propio.
―En opinión mía, un segundón de un conde debe conocer poco esas cosas. Vamos, en serio, ¿qué sabe usted de negarse a sí mismo y de dependencia? ¿Cuándo se ha visto usted impedido por falta de dinero de ir adonde le placiese o de procurarse algo que le encaprichara?
―Esas son cuestiones íntimas, y acaso pueda decir que no he experimentado muchas privaciones por el estilo. Pero en cuestiones de más monta puedo sentir la falta de dinero. Los segundones no pueden casarse cuando les place.
―A no ser que les gusten mujeres de fortuna, que es lo que sucede a menudo.
―Nuestro hábito de gastar nos hace sobrado dependientes, y no hay muchos de mi rango que puedan consentir en casarse sin prestar alguna atención al dinero.
«Si se referirá esto a mí, pensó Isabel, y se sonrojó al pensarlo; pero, reponiéndose, dijo en tono jovial:
―Y diga usted, ¿cuál es el precio ordinario de un segundón de un conde? A no ser que el hermano mayor sea enfermizo, no pedirán ustedes menos de cincuenta mil libras.
El contestó en el mismo tono, y el tema se agotó. Para impedir un silencio que podría hacerle imaginar que le afectaba lo anterior, dijo ella poco después:
―Yo creo que su primo de usted le lleva consigo sobre todo por tener alguien a su disposición. Me extraña que no se case, para tener así segura y constante a una persona. Mas acaso su hermana le basta para eso por ahora, y como está bajo su solo cuidado podrá hacer con ella lo que quiera.
―No ―dijo el coronel Fitzwilliam―; ésa es una ventaja que tiene que compartir conmigo. Estoy unido con él en lo que atañe a la custodia de la señorita de Darcy.
―¿De veras? Y diga usted, ¿qué especie de custodia ejercen ustedes? ¿Les da mucho que hacer esa carga? Las jóvenes de su edad son a veces algo difíciles de gobernar, y si posee el mismo espíritu del señor Darcy le gustará seguir su camino.
Mientras hablaba él, ella le observaba con detenimiento, y el modo como al punto le preguntó cómo suponía que la señorita Darcy pudiera darles un disgusto convencióla de que, de una manera u otra, se había ella acercado a la verdad. A esa pregunta, derechamente le contestó:
―No tiene usted que asustarse. Jamás he oído nada que le agraviase, y estoy por decir que es una de las criaturas mejores del mundo. Es muy favorita de ciertas señoras conocidas mías: de la señora de Hurst y de la señorita de Bingley. Creo haber oído a usted que las conoce.
―Algo las conozco. Su hermano es un caballero agradable, gran amigo de Darcy.
―¡Oh, sí! ―dijo Isabel secamente―. El señor Darcy es sobremanera afectuoso con el señor Bingley y se cuida muchísimo de él.