Cuando todos se fueron, Isabel, cual si se propusiera exasperarse todo lo posible contra Darcy, se dedicó a repasar todas las cartas de Juana recibidas desde que se hallaba en Kent. No contenían lamentaciones, ni había en ellas nada que denotase que revivía el pasado, ni noticias de sufrimientos en la actualidad; pero en todas, y en casi todos los renglones de cada una, faltaba la alegría que solía caracterizar su estilo y que, cual procedente de un espíritu aquietado para consigo y dispuesto afectuosamente para los demás, apenas se había nublado nunca. Isabel notaba todas las frases reveladoras de desasosiego con una atención que con dificultad pusiera en la primera lectura. La vergonzosa jactancia de Darcy de la aflicción que había conseguido causar le proporcionaba la más viva idea de los sufrimientos de su hermana. Consolábale algo el considerar que la visita de aquél a Rosings iba a terminar dentro de dos días, y aun más el que dentro de quince estaría ella de nuevo con Juana y podría contribuir a la salud de su espíritu con cuanto al afecto es dado el lograrlo.
No le era posible pensar en que Darcy dejaba Kent sin recordar que su primo se iba con él; pero el coronel Fitzwilliam le había manifestado con claridad que no abrigaba de ningún modo proyectos sobre ella, y por más grato que él le fuera, no esperaba considerarse desdichada por su causa.
Mientras meditaba en esto fué repentinamente sorprendida por el sonar de la campanilla de ingreso, y su espíritu se lisonjeó con la idea de que se tratase del propio coronel Fitzwilliam, que ya una vez los había visitado por la tarde y podía venir a enterarse de su salud. Mas esa idea se desvaneció pronto, y hallábase su ánimo muy divinamente afectado cuando, con el mayor espanto por su parte, vió que Darcy entraba en el salón. Permaneció sentado unos momentos, y levantándose luego se paseó a través de la estancia. Isabel estaba sorprendida, mas no dijo una palabra. Tras un silencio de varios minutos, se llegó él a ella, y con ademanes agitados empezó así:
―En vano he luchado. No quiero hacerlo más. Mis sentimientos no pueden contenerse. Permítame usted que le manifieste cuán ardientemente la admiro y la amo.
El asombro de Isabel sobrepujó a cuanto puede expresarse. Quedóse parada, sonrojada, indecisa y en silencio. Esto lo tuvo él por suficiente manera de darle valor, y así, prosiguió declarando cuanto sentía y había sentido hacía tiempo por ella. Se explicaba bien; mas tenía que comunicar otros sentimientos además de los de su corazón, y no fué más elocuente en el tema de la ternura que en el del orgullo. El sentimiento que tenía de la inferioridad de ella, el que al proceder así él se degradaba, los obstáculos de familia que el buen juicio había opuesto siempre a la estimación, fueron cosas en que insistió con un calor que parecía debido a lo que las mismas le afectaban, pero que no cuadraba para recomendar su demanda.
A despecho del disgusto, tan profundamente arraigado, que sentía por él, no pudo ella ser insensible a las manifestaciones de afecto de semejante hombre; y aunque sus intenciones no variaron ni por un instante, entristecióse al principio por la pena que le iba a proporcionar, hasta que, resentida por el lenguaje subsiguiente, trocó toda su compasión en ira. Trató, con todo, de disponerse a contestarle con calma cuando lo hiciera. El terminó asegurándole lo firme de su inclinación, la cual, a pesar de todos sus esfuerzos, no había podido vencer, y expresando su confianza en que todo se lo recompensaría el que aceptase su mano. Al decir esto pudo ella percibir que Darcy no ponía en duda una contestación favorable. Hablaba de recelos, de ansiedad, pero su aspecto denotaba seguridad absoluta. Semejante modo de expresarse sólo logró exasperarla más, y cuando él cesó, enrojeciéndosele a ella las mejillas, le dijo:
―En casos como éste creo que es costumbre establecida manifestar agradecimiento por los sentimientos expresados aun habiendo de devolverlos con desigualdad. Natural es ese agradecimiento, y si pudiera yo experimentar gratitud le daría a usted las gracias. Pero no puedo; nunca he ansiado la buena opinión de usted, y usted lo ha reconocido sin querer. Siento haber ocasionado penas a nadie; mas ha sido inconscientemente de todo punto, y espero que sean de escasa duración. Los sentimientos que según usted dice han retrasado durante largo tiempo mi conocimiento de sus intenciones no será difícil que venzan esas penas tras estas manifestaciones que hago.
Darcy, que estaba apoyado en la mesa, con los ojos clavados en el rostro de Isabel, pareció recibir sus palabras con no menor resentimiento que sorpresa. Su tez palideció de ira, revelando la turbación de su ánimo en todas sus facciones. Luchaba por parecer mesurado, y no abrió sus labios hasta que creyó haberlo conseguido. Ese silencio fué terrible para Isabel. Por último, con voz reprimida con esfuerzo dijo él:
―¿Y ésta es toda la contestación que he de tener el honor de esperar? Quizá pudiera desear que se me informase de por qué con tan escasa prueba de cortesía soy rechazado así. Mas eso es de poca monta.
―También podría yo ―replicó ella― averiguar por qué con tan evidente designio de ofenderme y de insultarme me dice usted que le gusto contra su voluntad, contra su juicio y aun contra su modo de ser. ¿No es ésta alguna excusa para mi falta de cortesía, si es que en realidad la he cometido? Mas yo he recibido otras provocaciones, usted lo sabe. Que mis sentimientos no hubieran sido contrarios a usted, que hubieran sido indiferentes o que le fueran favorables, ¿piensa usted que alguna consideración podría tentarme a aceptar a un hombre que ha sido la causa de disipar acaso para siempre la felicidad de una hermana querida?