El terreno era salvaje. Árboles gigantescos se inclinaban con huracanes que surgían de la nada, mientras los dinosaurios dominaban los ríos y llanuras, rugiendo con furia. Los sobrevivientes comprendieron que solo la fuerza y la inteligencia podrían salvarlos. Entre los contenedores de ADN, descubrieron las secuencias que permitirían crear gigantes: seres colosales, capaces de moldear la piedra, erigir templos y proteger la vida que traían consigo.
El proceso no fue inmediato. Horas, días y semanas de experimentación genética dieron frutos. Los primeros gigantes despertaron con fuerza sobrehumana y habilidades estratégicas para el combate y la construcción. Eran leales, pero no podían reproducirse entre sí, y tampoco con los humanos primitivos que habitaban la Tierra. Su creación marcó el inicio de un equilibrio frágil entre supervivencia y conocimiento.
Siglos después, el arqueólogo descubría restos de gigantes, herramientas descomunales y tablillas grabadas con símbolos que relataban su origen. Las estructuras que construyeron—pirámides en Egipto, templos en Mesopotamia y castillos en la India—eran evidencia tangible de su existencia. Sin embargo, también halló relatos de conflictos: los Anunnakis, atraídos por el poder genético de los gigantes, llegaron para someterlos y robar sus secretos. La guerra comenzó, y los gigantes, pese a su fuerza, tuvieron que defender templos y contenedores de ADN, dejando rastros de destrucción y resistencia que la historia interpretaría como mitología.
El arqueólogo comprendió que estos registros no eran solo relatos antiguos, sino evidencia de una civilización que mezcló genética y tecnología avanzada mucho antes de que la humanidad tuviera escritura o ciudades. Cada tablilla encontrada relataba estrategias, batallas y la construcción de templos alineados con precisión astronómica, revelando un conocimiento científico que el mundo moderno apenas podía entender.