El arqueólogo llegó a lo que quedaba de las primeras ciudades mesopotámicas. Sus manos temblaban al tocar los ladrillos desgastados, porque sabía que esas piedras guardaban más que la memoria de reyes y sacerdotes. Al descender por un túnel oculto bajo una ziggurat, encontró cámaras selladas que contenían fragmentos de metal imposible de datar, piedras talladas con símbolos no humanos y huesos colosales que no pertenecían a ninguna especie terrestre.
Las tablillas halladas allí describían cómo, tras la caída de la nave Vigns y sus hermanas, los sobrevivientes viajaron por ríos y desiertos hasta fundar ciudades-estado. Los gigantes, creados como constructores y guardianes, ayudaron a levantar los templos que más tarde serían atribuidos a dioses. Se narraba cómo los Anunnakis llegaron después, reclamando ser divinidades y exigiendo obediencia, mientras los híbridos —descendientes de la manipulación genética de sangre O negativo— eran usados como mediadores entre humanos y “dioses”.
El arqueólogo leyó con asombro cómo los templos eran también laboratorios: en ellos se mezclaba genética con liturgia, y los sacerdotes no eran otra cosa que científicos antiguos custodiando secretos. Los Anunnakis manipularon esta relación para erigir su culto y controlar el oro, necesario no solo para su tecnología, sino también como símbolo de poder.
Las ruinas de Mesopotamia se convirtieron para el arqueólogo en la confirmación de que la humanidad había sido moldeada, no solo espiritualmente, sino también físicamente, por visitantes de otros mundos que buscaban perpetuar su legado y dominio.