Una constante aparecía en cada descubrimiento: el oro. No solo era usado para ornamentar templos o elaborar reliquias, sino que era un recurso energético. Los sobrevivientes de Vigns lo utilizaban en sus naves y laboratorios para estabilizar campos de energía, y los Anunnakis lo necesitaban para mantener su supremacía tecnológica.
El arqueólogo halló túneles secretos en América Central que conectaban pirámides mayas con minas ocultas. Allí, esqueletos de híbridos aún custodiaban cofres repletos de lingotes, no moldeados como tributo humano, sino fundidos con precisión industrial. Entendió que las civilizaciones precolombinas heredaron no solo el culto al oro, sino también el mandato de extraerlo y almacenarlo para seres que se hacían pasar por dioses.
En India, encontró registros similares: templos en cuevas, estatuas gigantescas y lingotes ocultos en cámaras subterráneas. Todo apuntaba a una red global de explotación de oro, coordinada por sobrevivientes y dominada después por los Anunnakis.
El oro no era solo riqueza; era combustible sagrado en una guerra cósmica que había arrastrado a la humanidad entera.