El arqueólogo finalmente llegó a la selva donde el código lo guiaba. Tras días de exploración, encontró una entrada sellada con enormes piedras cubiertas de inscripciones desconocidas. Al abrirla, se reveló una galería interminable de túneles reforzados con bloques metálicos que no pertenecían a ninguna época terrestre.
En el corazón de esa mina descubrió un depósito colosal: hectáreas enteras repletas de oro puro, apilado en bloques y lingotes, protegidos por estatuas gigantes que parecían cobrar vida en la penumbra. En las paredes, murales narraban toda la historia: la caída de la nave, la creación de gigantes e híbridos, las guerras contra los Anunnakis y reptilianos, y la degradación de la sangre O negativo.
Pero lo más sorprendente no fue el oro, sino la cámara central. Allí, aún latía un artefacto desconocido: un generador que utilizaba el oro como catalizador, brillando con una energía que parecía eterna. El arqueólogo entendió que no solo había hallado un tesoro material, sino la fuente de poder que los “dioses” habían disputado por milenios.
Su respiración se aceleró: sabía que el hallazgo cambiaría el destino del mundo moderno, pero también sabía que revelar esta verdad lo pondría en el centro de una guerra que nunca terminó realmente.