El arqueólogo y su equipo habían logrado descifrar la inscripción oculta bajo la pirámide menor de Giza. A simple vista era un corredor de piedra, pero al iluminarlo con luces de alta frecuencia aparecieron símbolos que brillaban como si el tiempo no hubiera pasado. Las marcas parecían sumerias, pero también tenían trazos de escritura jeroglífica y runas desconocidas. Aquello confirmaba la teoría: varias culturas antiguas habían compartido un origen común, el legado de los “vigilantes” que habían llegado desde las estrellas.
Mientras tanto, la narración saltaba al pasado. Los anunnaki habían ordenado la construcción de pirámides no solo en Egipto, sino en distintas partes del planeta: América, Asia y África. Los gigantes, descendientes híbridos de sangre pura y humana, eran usados como fuerza bruta para levantar bloques de decenas de toneladas. Estos seres podían vivir siglos, pero eran inestables genéticamente, condenados a la infertilidad o a la locura. Fue por eso que, tras las guerras, los anunnaki decidieron exterminarlos. Aquella población desapareció como si nunca hubiera existido, dejando solo mitos y ruinas.
El arqueólogo anotaba cada detalle en su libreta. Sabía que si esa verdad salía a la luz, cambiaría la historia de la humanidad. Pero también presentía que revelar demasiado atraería a enemigos poderosos: órdenes secretas que custodiaban documentos ocultos en el Vaticano y en bibliotecas prohibidas de Asia.