Entre las reliquias halladas apareció un pergamino hecho de piel tratada con un método desconocido. Mostraba un mapa del planeta Tierra… pero con detalles que solo podían conocerse desde el espacio: continentes completos, glaciares derretidos, cordilleras que hoy ya no existen. En el margen inferior había un símbolo recurrente: un sol alado, el emblema de los anunnaki.
El pasado revelaba que, tras el cataclismo que destruyó su mundo de origen, los anunnaki habían trazado rutas de colonización hacia varios planetas. La Tierra era solo un punto intermedio, pero la abundancia de oro los obligó a quedarse. El oro era vital para reparar la atmósfera de su planeta natal. De ahí surgieron las minas gigantes en África y en las montañas de Asia. Los híbridos eran enviados a extraerlo hasta morir.
En el presente, el arqueólogo comprendía que ese mapa conectaba templos de Tailandia, ruinas en China y zigurats sumerios. La red era global. Todo había sido diseñado con precisión milimétrica, como si alguien hubiera querido dejar un rastro imposible de ignorar.