La historia antigua contaba que, al multiplicarse los híbridos, los dioses menores se rebelaron. Había facciones: unos defendían a los humanos como una nueva especie con derecho a existir; otros los veían como errores que debían borrarse. Esa guerra interna desembocó en los llamados “juicios de los dioses”. Tormentas, diluvios y erupciones fueron provocados deliberadamente para limpiar la Tierra. Las leyendas de Noé, Utnapishtim y otras culturas describían lo mismo con diferentes nombres.
Los gigantes lucharon junto a los humanos en Egipto, erigiendo murallas para resistir los ataques de los anunnaki hostiles. Sin embargo, fueron vencidos. Sus huesos quedaron enterrados en cavernas selladas que aún hoy se ocultan bajo desiertos y montañas.
En el presente, el arqueólogo encontraba pruebas de estos juicios: crónicas asiáticas que hablaban de dragones que escupían fuego desde el cielo, mitos japoneses de dioses que descendían en carros luminosos, y códices tibetanos que describían armas de rayos capaces de partir montañas. Todo coincidía con la tecnología de una civilización que jamás debió existir en ese tiempo.