El arqueólogo avanzaba con paso lento por los túneles recién abiertos, la linterna en su casco iluminaba paredes talladas con precisión imposible para manos humanas de la antigüedad. Aquellas marcas parecían vibrar, como si hubiesen sido esculpidas con energía, no con cinceles. Había símbolos que reconocía de las tablillas sumerias: estrellas, barcos celestes, figuras humanoides con alas extendidas. Otros eran completamente nuevos, geometrías imposibles que parecían contener movimiento en su interior. Era como si los constructores hubiesen querido dejar un lenguaje vivo, capaz de activarse solo cuando el hombre estuviera preparado para entenderlo.
Mientras tocaba con la yema de los dedos uno de esos relieves, una visión lo golpeó. Vio un desierto inmenso, pirámides recién levantadas y seres gigantes ayudando a colocar los bloques con una facilidad aterradora. Sus brazos eran del tamaño de troncos y sus ojos reflejaban la luz como espejos de mercurio. Los egipcios observaban, asombrados, aprendiendo la geometría sagrada que más tarde imitarían por siglos. Aquellos gigantes no eran esclavos, eran aliados de los Anunnaki, guerreros y artesanos que habían descendido del cielo junto con ellos. El arqueólogo comprendió que aquellas eran las figuras borradas de la historia, los llamados Nefilim que, según los textos ocultos, fueron perseguidos y exterminados cuando su poder comenzó a amenazar el equilibrio de los dioses.
La visión se quebró como un vidrio, y volvió a estar en el túnel. Respiraba agitado, sabiendo que aquello no era una simple imaginación. En la otra línea de la narración, la historia cósmica seguía desplegándose: la gran nave que había traído a aquellos seres seguía su ruta errática, orbitando un planeta inestable, plagado de terremotos, maremotos y erupciones. Para ellos, la Tierra era tanto una promesa como una condena. La guerra entre clanes celestes había fracturado la confianza, y pronto los titanes que ayudaban en las construcciones serían vistos como un peligro. Los registros del espacio mostraban que no todos los viajeros habían llegado con intenciones de preservar la humanidad; algunos buscaban esclavizarla, otros enriquecerse con los tesoros minerales, especialmente el oro, codiciado por su capacidad de estabilizar atmósferas y de ser conductor de energías superiores.
El arqueólogo encendió una segunda lámpara y descubrió un corredor oculto tras una roca. Allí, los grabados cambiaban: ya no eran símbolos de creación, sino escenas de guerra. Gigantes derribados con lanzas de fuego, ciudades ardiendo bajo cielos rojos, y naves huyendo hacia el firmamento. Reconoció la figura de un dios halcón, probablemente Horus, enfrentando a un ser barbado con casco estelar, que no podía ser otro que Enlil. Esa representación no era metáfora: era un testimonio de la guerra entre egipcios y Anunnaki, donde los titanes desaparecieron misteriosamente. Habían sido cazados, borrados de la historia oficial, condenados a ser solo leyenda.
Mientras anotaba en su libreta, el arqueólogo recordó las palabras de un viejo manuscrito apócrifo que había leído en los archivos secretos de un monasterio: “Cuando los hijos de los cielos cayeron, ayudaron a los hombres a levantar lo imposible. Pero su grandeza fue su condena, y en la guerra de los dioses quedaron sus huesos sepultados bajo arenas eternas.”
Ese eco parecía confirmarse allí mismo. La conexión entre lo visto en el espacio, lo narrado en las escrituras ocultas y lo que encontraba bajo la tierra se entrelazaba como un mismo tapiz. No eran piezas sueltas, era la misma historia en diferentes tiempos y lenguas.
De pronto, el suelo tembló. No era un simple derrumbe: la vibración se extendía como un pulso que provenía de las profundidades. Algo latía bajo esas rocas, como si aún estuviese vivo, como si los titanes no hubieran desaparecido del todo
El arqueólogo supo que lo que había hallado era apenas la antesala del verdadero secreto: un lugar donde se cruzaban la arqueología, la mitología y la verdad prohibida de la humanidad.