El arqueólogo avanzaba con dificultad. El temblor había dejado una nube de polvo en suspensión y la linterna iluminaba apenas unos metros adelante. El aire olía a humedad antigua, como si la caverna hubiese estado sellada durante milenios. Los símbolos en las paredes parecían brillar más intensamente, respondiendo a la vibración que aún latía bajo el suelo. Aquella energía no era natural. Era como si una máquina gigantesca, enterrada en el corazón de la tierra, hubiera despertado después de miles de años.
Mientras descendía, recordó fragmentos de libros que jamás debió leer. Textos guardados bajo llave en el Vaticano, manuscritos que hablaban de los Vigilantes, los hijos caídos de los cielos, y de su unión con las hijas de los hombres. Los códices describían cómo de esa unión nacieron los gigantes, los Nefilim, que enseñaron a la humanidad el arte de la metalurgia, la astronomía y la arquitectura sagrada. La Iglesia los había catalogado como herejías, pero en ese túnel polvoriento, los grabados confirmaban cada palabra.
A lo lejos, el corredor se abría en una sala inmensa, como una catedral subterránea. Columnas ciclópeas sostenían un techo decorado con estrellas talladas. En el centro, descansaba un sarcófago de piedra negra que parecía absorber la luz de la linterna. A su alrededor, seis figuras colosales yacían esculpidas en posición de guardia: gigantes con armaduras de una aleación desconocida, cada uno sosteniendo lo que parecían armas de energía petrificadas. El arqueólogo se estremeció. No eran simples estatuas. La perfección de sus rasgos, la tensión de sus músculos, daban la impresión de que en cualquier momento despertarían.
Mientras observaba, una visión lo arrastró de nuevo hacia el pasado. Vio las arenas del desierto y las pirámides recién culminadas. Los gigantes, junto con los egipcios, celebraban la culminación de la obra más grande jamás levantada en la Tierra. Sin embargo, la alegría duró poco. Naves en forma de discos descendieron desde los cielos, disparando haces de fuego azul. El caos estalló: los titanes luchaban contra los dioses que alguna vez habían servido, mientras los hombres huían aterrados. Los Anunnaki no toleraban rivales. Para ellos, los gigantes eran una amenaza, y su destrucción fue ordenada sin piedad.
La visión se rompió con un estruendo. El sarcófago del centro comenzó a vibrar. Una línea de luz recorrió sus bordes y un sonido grave llenó la sala, como un coro de voces resonando en un idioma olvidado. El arqueólogo cayó de rodillas, tapándose los oídos. De pronto, un destello proyectó imágenes en las paredes: estrellas, constelaciones, y un mapa tridimensional del sistema solar. En ese mapa, la Tierra aparecía marcada con un símbolo dorado, mientras que otros planetas mostraban inscripciones desconocidas.
El mensaje era claro: la Tierra había sido elegida como cantera, como laboratorio, como escenario de algo mucho más grande. Y aquel sarcófago contenía una clave, un guardián, tal vez incluso un sobreviviente de la guerra que había borrado a los gigantes de la faz del mundo.
El arqueólogo anotó frenéticamente en su libreta. Pero entonces comprendió algo más inquietante: no estaba solo. Una sombra se movió entre las columnas. Voces en un dialecto extraño resonaron en la oscuridad. No eran ecos de la visión, eran presencias reales. Él no había sido el primero en encontrar aquel lugar. Otros lo buscaban también: sociedades secretas, herederas de los que en tiempos antiguos hicieron pactos con los dioses y los traicionaron.
El miedo lo invadió, pero también una certeza: la historia que estaba siguiendo no era solo del pasado, era del presente. Y lo que estaba a punto de despertar en esa cámara podía cambiar el destino de la humanidad para siempre.