La caverna del oro vibraba como si un corazón latiera bajo la Tierra. El arqueólogo apenas lograba mantenerse en pie cuando la Hermandad levantó sus brazos, entonando cánticos que parecían abrir un canal invisible entre mundos. Los cristales dorados respondían emitiendo pulsos de luz que se sincronizaban con el latido humano.
De pronto, una voz profunda retumbó sin provenir de ninguna garganta:
—El linaje de los hombres se ha dividido entre obedientes y rebeldes. Hoy el juicio se renueva.
Ante ellos aparecieron hologramas colosales de los Vigilantes: figuras semejantes a los relatos del Libro de Enoc, altos, de ojos brillantes, con alas que parecían campos de energía. El arqueólogo sintió terror y fascinación: estaba viendo a los supuestos dioses antiguos frente a él.
—Los gigantes fueron creados para servir, pero se rebelaron. Los hombres recibieron la chispa de la sangre, pero olvidaron a quién debían obedecer —tronó la voz.
El arqueólogo, temblando, se adelantó:
—¡No somos esclavos! ¡Nuestra sangre no nos ata a ustedes! Hemos sufrido guerras, hambres y catástrofes porque ustedes manipularon nuestra historia.
La luz de los Vigilantes titiló como si la protesta los hubiese conmovido o enfurecido. Los encapuchados de la Hermandad cayeron de rodillas, rogando perdón. Pero el arqueólogo entendió que la batalla ya no era entre dioses y hombres, sino por el derecho a la verdad.