El holograma cambió. Frente a todos apareció una reconstrucción de la Torre de Babel. Pero no era una torre simple: era una antena gigantesca, construida con tecnología de las naves caídas. Su propósito no era llegar al cielo como contaban las escrituras, sino reactivar un canal de comunicación interestelar.
—Ellos intentaron llamar refuerzos —dijo la voz de los Vigilantes—. Pero la confusión de lenguas detuvo la rebelión.
El arqueólogo se dio cuenta de que esa “confusión” no era un milagro, sino un sabotaje. Una manipulación genética de la mente humana, implantada para fragmentar civilizaciones. La diversidad de lenguas había nacido como un castigo tecnológico.
Las imágenes mostraron cómo los gigantes ayudaban a levantar bloques imposibles, cómo sacerdotes humanos se sublevaban, y cómo los Anunnaki destruían la torre con armas de fuego celeste. Aquella catástrofe se convirtió en mito, pero su eco sobrevivió en todas las culturas.
El arqueólogo comprendió que cada religión había heredado una parte de la historia, pero nunca el todo. Y ahora, el todo se desplegaba ante él.