Las paredes de la caverna revelaron otro escenario: una sala ovalada, moderna, con pantallas digitales y banderas de distintas naciones. Allí se encontraban líderes reconocibles: presidentes, primeros ministros, figuras del Vaticano, magnates de corporaciones tecnológicas.
El arqueólogo se estremeció: los líderes del mundo ya habían estado en contacto con estas revelaciones. El “concilio secreto” existía y decidía qué fragmentos de la verdad eran permitidos al público. Los encapuchados de la Hermandad no eran más que una de las muchas facciones que trabajaban para mantener la historia oculta.
Las imágenes mostraron documentos, acuerdos sellados con símbolos arcaicos, contratos que hablaban del uso del oro, de la manipulación de linajes, de la preservación del RH negativo como “sangre sagrada”. El arqueólogo entendió que la humanidad había sido gobernada no solo por políticos o reyes, sino por guardianes de un conocimiento que remontaba a miles de años.
Su piel se erizó. Si decidía revelar todo, se enfrentaría a poderes que no dudarían en silenciarlo para siempre.