Origen de la verdad pérdida

Capítulo 42 – Epílogo: El Último Guardián de la Verdad

La sala del archivo secreto aún ardía en su memoria. Allí había abierto las últimas piezas de aquel rompecabezas: tablillas sumerias que describían cómo los Anunnaqi manipularon la genética humana, pergaminos vaticanos que narraban la existencia de los gigantes que ayudaron a construir las pirámides y documentos contemporáneos que demostraban la participación de líderes mundiales en la preservación del secreto. Todo estaba frente a él como un mapa que confirmaba lo que siempre sospechó: la humanidad era hija de un experimento cósmico cuidadosamente borrado de la historia.

Esa verdad no debía salir a la luz, pero ya era demasiado tarde. Sus notas, grabaciones y fotografías habían sido copiadas y enviadas a distintos lugares seguros. El arqueólogo, con las manos temblorosas, miró por última vez las piedras talladas que relataban el pacto entre los dioses estelares y los primeros reyes humanos. No era una leyenda: era historia, enterrada bajo capas de silencio y sangre.

Cuando salió de la cripta, las campanas de una iglesia cercana repicaban con un eco perturbador. No era casualidad. En las sombras lo esperaba un grupo de hombres vestidos de negro, con insignias que reconoció de inmediato: el brazo oculto del Vaticano, la misma organización que había guardado estos secretos por siglos. Uno de ellos levantó una mano y dijo en voz baja, casi reverente:
—El Guardián ha roto el pacto.

No tuvo tiempo de reaccionar. Dos vehículos blindados se acercaron desde las esquinas opuestas de la plaza. Las luces lo cegaron. En cuestión de segundos fue rodeado por figuras armadas, rostros duros y miradas que no admitían negociación. Entre ellos descendió una mujer de traje oscuro, la líder de la coalición mundial, alguien cuya imagen había visto incontables veces en la televisión hablando de paz, economía y progreso. Su voz, firme y helada, cortó el aire:
—Sabíamos que eras persistente, pero no imaginamos que llegarías tan lejos.

Él intentó hablar, mostrar los documentos que aún llevaba consigo, pero sus palabras se ahogaron en la tensión. Ella lo miró como quien observa a un condenado que ya no tiene escapatoria.
—El mundo no está listo para la verdad —añadió—. Y nunca lo estará.

Los hombres del Vaticano le colocaron una capucha negra. Sintió el frío metálico de unas esposas ajustarse en sus muñecas. Lo empujaron hacia un automóvil blindado mientras en la plaza la vida seguía como si nada. Turistas fotografiaban las calles, niños corrían detrás de palomas, parejas se abrazaban en bancos iluminados. Nadie imaginaba que a pocos metros, la historia de la humanidad estaba siendo silenciada una vez más.

Dentro del vehículo, el arqueólogo escuchaba fragmentos de conversaciones apagadas por el rugido del motor. “Reubicación inmediata… Eliminación de pruebas… Contacto con el Consejo…”. Sabía lo que significaba: desaparecería sin dejar rastro. Se convertiría en un fantasma, como tantos otros investigadores que a lo largo de los siglos osaron desafiar a los guardianes del secreto.

Apretó los dientes. No tenía miedo por su vida, sino por la verdad. Esa verdad que había sido arrancada de las piedras, las tumbas y los códices. Esa verdad que hablaba de gigantes exterminados, de dioses que no eran dioses, de líderes mundiales que habían pactado con el silencio a cambio de poder. Una verdad que ahora corría el riesgo de perderse con él.

Pero en el fondo, aún sonreía. Porque había previsto este desenlace. Sus hallazgos estaban a salvo, distribuidos en servidores ocultos, en cofres enterrados, en cartas entregadas a manos confiables. Algún día alguien las encontraría, alguien retomaría el hilo. Y entonces el mundo sabría.

El vehículo avanzó entre callejones hasta perderse en la noche. Nunca más se volvió a saber de él. Las noticias hablaron de un accidente, de un desaparecido, de un rumor sin importancia. Pero en algunos círculos secretos, su nombre se convirtió en susurro, en leyenda, en advertencia.

El Guardián había caído, pero la verdad seguía latiendo bajo tierra, esperando su momento.

Y así terminó su historia… o tal vez, apenas comenzaba la nuestra.




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