Orígenes de Sangre. El Clan Oculto

Capítulo 1 – El bosque y el muro

La luna se alzaba sobre la ciudad dividida, fría y distante como un ojo vigilante. Desde lo alto, el paisaje parecía tallado con una regla de hierro: tres sectores que no se mezclaban, tres mundos que apenas se toleraban. A un lado, las luces cálidas del distrito humano, con sus faroles encendidos y las casas apretadas que daban la ilusión de seguridad. Más allá, los bosques sombríos, eternamente húmedos, donde los lobos corrían libres bajo las sombras de los árboles antiguos. Y en la lejanía, recortadas contra el cielo como lanzas oscuras, las torres vampíricas que parecían desangrar la misma noche con su presencia.

Cada territorio tenía sus reglas, sus secretos, y sobre todo, sus límites. Nadie cruzaba las fronteras. Nadie desafiaba al muro.
O al menos, nadie que deseara seguir con vida.

Meissa, con apenas diecisiete años, jamás había visto de cerca aquellas murallas prohibidas. Había escuchado historias, rumores, advertencias que sus padres y maestros repetían como letanías para mantener a los jóvenes alejados del peligro. Pero esa noche, contra todo destino, sus pasos la llevaron más cerca de lo que alguna vez había imaginado.

El campamento escolar se había organizado en las afueras, en un claro del bosque donde los árboles crecían torcidos como garras, intentando arañar el cielo. Las carpas formaban un círculo desigual, y en el centro ardía una fogata que crepitaba con vida propia. Los alumnos reían, algunos cantaban desafinados, y no faltaban quienes contaban historias de miedo. Los aullidos lejanos, que de vez en cuando quebraban el silencio del bosque, eran recibidos con burlas nerviosas, con gritos fingidos y carcajadas exageradas.

Para la mayoría, aquello era un juego. Pero para Meissa no.

Ella siempre había sentido que lo desconocido guardaba más fascinación que temor. Desde niña se había preguntado cómo sería mirar más allá del muro, ver con sus propios ojos a aquellas criaturas que la gente llamaba monstruos. ¿Eran realmente tan terribles? ¿O acaso las historias eran una forma de mantener a los humanos obedientes?

Mientras los demás seguían riendo alrededor de las llamas, Meissa decidió alejarse unos pasos. Su risa se apagó en la garganta antes de nacer. El murmullo de las conversaciones se fue desvaneciendo entre los troncos, sustituido por un silencio pesado, casi líquido, que le apretaba los oídos.

Al principio solo quería caminar un poco, respirar aire fresco lejos del humo del fuego. Pero pronto descubrió que sus pies la guiaban sin pedir permiso, llevándola más y más adentro. Se dio cuenta de que había avanzado demasiado cuando el calor de la fogata ya no alcanzaba su espalda y el canto de los grillos se hizo más nítido.

Fue entonces cuando lo vio.

Entre las ramas, un destello plateado le llamó la atención. La luz de la luna se filtraba de manera extraña, reflejándose en algo que parecía una superficie inmensa y cubierta de enredaderas. Un estremecimiento le recorrió la piel: allí estaba, el muro.

El muro que no solo dividía territorios, sino también destinos. La línea que separaba a los humanos de las criaturas que se mencionaban solo en susurros.

Su corazón empezó a latir con violencia, como si quisiera advertirle que se detuviera. Pero Meissa dio un paso más, casi sin aire, sintiendo que se adentraba en un lugar que no le pertenecía. La corteza rugosa de los árboles quedó atrás, y frente a ella se alzaba la muralla: enorme, silenciosa, cubierta de musgo, como si hubiera estado allí desde el inicio del tiempo.

Entonces lo escuchó.

Un crujido.

La quietud del bosque se quebró. Meissa se giró de golpe, con los ojos abiertos de par en par. No vio nada al principio. Las sombras parecían deslizarse solas, alargando sus dedos para alcanzarla. Intentó convencerse de que era un animal: un ciervo, quizá, o un zorro que husmeaba entre las hojas secas. Pero entonces, lo imposible ocurrió.

Una voz habló.

—Estás muy lejos del fuego, pequeña.

El sonido no era humano. Era bajo, profundo, con un eco que parecía brotar del mismo suelo.

Meissa retrocedió bruscamente y su espalda chocó contra la piedra del muro. El frío de la superficie le atravesó la piel como una mordida. Frente a ella, de entre los árboles, emergió una silueta.

Alto. Demasiado alto. Su piel pálida contrastaba con la negrura del bosque, y sus ojos… esos ojos rojos ardían como brasas encendidas.

Un vampiro.

El aire le ardió en los pulmones, cortándole la respiración. Las historias acudieron a su memoria como dagas: criaturas sedientas de sangre, depredadores perfectos, asesinos que cazaban sin piedad. Cada advertencia de su madre, cada lección de sus maestros, cada rumor que había escuchado en el mercado… todo se agolpó en su mente en cuestión de segundos.

Y sin embargo, no huyó.

Sus piernas temblaban, pero se quedaron clavadas al suelo. Algo en aquella mirada la retenía, como si en lugar de peligro hubiese encontrado un secreto demasiado valioso para abandonar.

Él inclinó la cabeza, estudiándola con calma, con esa paciencia cruel de quien tiene todo el tiempo del mundo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con un tono que era mitad amenaza, mitad curiosidad.

Meissa tragó saliva, la voz apenas un suspiro.
—Meissa…

El extraño sonrió, una sonrisa ladeada, peligrosa, que le revelaba más colmillos de los que ella habría querido ver.
—Darius —se presentó él, pronunciando cada sílaba como si saboreara un pacto.

Un aullido profundo rasgó la noche. El sonido se coló en el pecho de Meissa, arrancándole un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza.

Darius no apartó sus ojos de ella. Solo frunció los labios con un gesto cargado de impaciencia, como si aquel aullido no fuera una amenaza para él, sino una molestia que interrumpía algo mucho más importante.

—El bosque guarda secretos que no quieres conocer —dijo en un tono bajo, casi confidencial, como quien revela una advertencia envuelta en veneno.



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En el texto hay: destino, sombras, sobrenatural

Editado: 23.08.2025

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