Orión: la leyenda Orestes, príncipe de Caenus

Capítulo 8

Después de un largo y agotador viaje, Orestes finalmente llegó a su destino. Allí, llamó repetidamente a Tora hasta que por fin la loba decidió aparecer. Tora se inclinó como muestra de respeto ante el príncipe y luego se dirigió hacia un árbol cercano para cambiar de forma. Una vez más, emergió en su forma humana, envuelta en su característica manta roja.

—Mi señor. ¿A qué debo el honor de su visita? 

A lo que Orestes respondió —estoy aquí en busca de respuestas. 

—¿Qué respuestas busca, mi principe? 

—Estuve en sabidia hospedado en el hermoso palacio del conde Nazario. Hatysa fue a buscarme hasta allí para sacarme del lugar porque tuvo una visión en la que alguien era herido de muerte con una flecha en la cabeza. Los responsables eran los hijos del conde. Puedo asegurarlo porque yo lo vi. 

—¿Usted lo vio? —cuestionó Tora —¿Cómo es eso posible?

Orestes le explicó a la guardiana del bosque lo que había ocurrido en el palacio. Tora escuchó con mucha atención cada palabra y concluyó que el mismo Orión le estaba advirtiendo al príncipe lo que estaba por ocurrir. 

—Ahora dime, Tora ¿Pasará aun si mi hermana fue por mí?

—Solo puedo decir que Hatysa desvió un poco el curso de las cosas, pero eso no quiere decir que usted está fuera de peligro. Debe cuidarse mucho, ya que su poder es codiciado por enemigos. —comentó Tora un tanto preocupada —siga su viaje y evite a los sabidios a toda costa, en especial al conde y a su primogénito. 

—¿Qué hay de la mujer? Horana es su nombre. 

A lo que Tora respondió —solo le he dado mis conclusiones, si quiere respuestas, debe seguir con su viaje. 

Tora regresó a su forma de lobo y se internó en las profundidades del bosque dejando a Orestes a su suerte en el lugar. El príncipe rodeó el Monte Torriden y se dispuso a caminar hasta Mapelion. 

En medio del camino, Orestes se encontró con un enorme cultivo de maíz. Para ahorrar tiempo, decidió tomar un atajo a través del maizal. Coincidentemente, Horana y su hermano Eraner practicaban puntería en ese lugar. Eraner, conocido por su aguda vista de halcón, vio a Orestes desde la distancia y le ordenó a su hermana apuntar a una bestia que merodeaba entre el cultivo.

Horana, desconociendo las intenciones de su hermano mayor, apuntó con confianza su arco y lanzó una flecha hacia la bestia. El primer intento falló por poco, casi impactando a Orestes en la cabeza, pero el segundo intento fue ejecutado como Eraner había planeado.

Al recibir la flecha en su brazo derecho, Orestes soltó un grito de dolor que resonó en toda la región. Horana se dio cuenta de que su objetivo no era una bestia, sino un hombre.

—¿Qué he hecho? —preguntaba Horana llena de horror en repetidas ocasiones mientras miraba a su hermano—. Eraner, ¿por qué me hiciste apuntar a un aldeano?

A lo que Eraner respondió con malicia, arqueando una ceja: —No es cualquier hombre.

El sabidio intentó detener a su hermana para evitar que fuera a auxiliar al herido. Sin embargo, Horana era increíblemente veloz, por lo que Eraner no pudo sujetarla lo suficiente como para llevarla de vuelta al palacio. Horana corrió hasta encontrar al hombre, quien gemía de dolor, tendido en el suelo boca abajo y arrastrándose como si tratara de buscar refugio.

—¡Por el cinturón de Orión! —exclamó Horana—. ¡Le di al príncipe!

Orestes se percató de que Horana estaba allí y le gritaba que se alejara de él. 

—¡No te acerques a mí! 

—Déjeme ayudarlo, mi señor. 

Orestes se negó a recibir ayuda y como pudo se levantó. Con mucho cuidado sacó la flecha de su brazo y cubrió la herida hasta hallar a un boticario en la siguiente aldea. Horana lo miraba con tristeza, miedo y culpa. Pero aquel acto le iba a pesar a su hermano mayor en cuanto regresara al palacio. 

—Por favor, perdóneme. —suplicaba Horana. 

—¡Te he dicho que te alejes de mí! Tú y tu familia quieren matarme para robar mi poder. Debí hacer caso a Hatysa desde el primer momento. 

Horana intentó acercarse a Orestes, pero este se enojó sobremanera y ocurrió lo inesperado. Sus ojos se tornaron completamente negros debido a su furia y su tamaño incremetó aproximándose a los cincuenta metros de altura. Horana gritaba despavorida y huyó corriendo en zigzag evitando ser aplastada por el gigante quien ya no era Orestes sino el mismo Orión. 

Desde lejos, Eraner observaba anonadado. No se inmutó pese a saber que su hermana corría peligro de morir por causa de Orión. En vez de acudir al llamado de Horana, Eraner tomó un transmisor y le envió a su padre un video de lo que estaba ocurriendo en ese instante. 

Orión por su parte, permaneció inmóvil observando a correr entre el maizal. No se movía, no hablaba, no hacía nada. Sus ojos cambiaron de negro a blanco, lo que indicaba que estaba tranquilo. Horana se detuvo y vio el cambio del color de los ojos del gigante. 

—Perdóneme, señor. —suplicaba. 

Orión volteó y caminó a paso lento buscando la dirección a Mapelion. Al ver que el peligro había pasado, Horana corrió hasta la estación y regresó a sabidia. Desde lo alto, la mujer veía a Orión caminar cerca de unas montañas, hasta que de pronto, fue disminuyendo su estatura. Orestes había regresado, quedó tendido en el suelo inconsciente y derramado mucha sangre. Pasados los minutos despertó muy débil, intentó caminar buscando a un boticario, el hombre no se percató de un precipicio y rodó varios metros hasta caer sobre un enorme arbusto de espinas. Para la desgracia del príncipe, su visión se había ido por completo debido a las enormes espinas del arbusto. 




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