Aquella aldea era la última en visitar. Orestes y sus compañeros habían recorrido todas las aldeas de Caenus y su próximo destino era el Monte Sagrario cuya travesía épica requería tanto valentía como resistencia. Los viajeros, preparados para enfrentarse a lo desconocido, se embarcaban en esta misión con una mezcla de expectación y reverencia, conscientes de que cada paso los acercaba a un lugar de leyendas y poder.
El punto de partida era la aldea de Nilenuy, donde los viajeros se abastecían de provisiones y recibían bendiciones de los ancianos. Con sus mochilas llenas de alimentos, ropas abrigadas y objetos rituales, emprendían el camino que los llevaría hacia el norte, atravesando paisajes tan diversos como desafiantes.
El primer tramo del viaje atravesaba la vasta tundra blanca de Gomalia. Aquí, el frío era un enemigo constante, con vientos gélidos que cortaban la piel y nieve que hacía difícil el avance. Los viajeros, cubiertos con pieles y abrigos gruesos, seguían los senderos marcados por los cazadores locales, confiando en la experiencia de sus guías para no perderse en el desierto helado. Las noches eran especialmente duras, obligándolos a acampar en iglús improvisados y a mantener hogueras encendidas para combatir el frío penetrante.
A medida que dejaban atrás la tundra, el terreno comenzaba a cambiar. Los bosques de Caenus surgían en el horizonte, ofreciéndoles una tregua del clima inclemente. Estos bosques eran densos y antiguos, llenos de vida y misterios. Los árboles gigantescos formaban un dosel que filtraba la luz solar, creando un ambiente casi mágico. Los viajeros escuchaban los cantos de aves exóticas y el crujir de las ramas bajo los pies de animales ocultos. Aquí, la naturaleza parecía conspirar para proteger a los intrusos, pero también para guiarlos. Los caminos eran a menudo sinuosos, obligándolos a moverse con cautela y a confiar en sus instintos.
El camino se volvía más difícil a medida que se acercaban a las montañas. Las suaves colinas se transformaban en escarpadas pendientes y rocas traicioneras. Los senderos se estrechaban y serpenteaban, desafiando a los viajeros con subidas empinadas y descensos peligrosos. En este punto, la fatiga comenzaba a hacer mella en sus cuerpos, pero el objetivo de alcanzar el Monte Sagrario les daba fuerzas renovadas. Los guardianes supremos, que conocían bien estas tierras, ofrecían consejos y apoyo, asegurándose de que nadie quedara atrás.
El Monte Sagrario era un lugar de reverencia y misterio, situado en el corazón de Caenus. Su cumbre, envuelta en nieblas perpetuas, parecía alcanzar el cielo mismo, como si fuera el punto de unión entre el mundo terrenal y lo divino. Los lugareños contaban historias de antiguos guardianes que ascendieron sus laderas para nunca más regresar, habiéndose convertido en leyendas inmortales.
Al pie del monte, un frondoso bosque de árboles centenarios se extendía como un manto verde, lleno de vida y secretos. Riachuelos cristalinos serpenteaban entre la vegetación, susurrando antiguas canciones mientras se unían para formar cascadas que caían en piscinas de aguas puras y brillantes. El aire, impregnado de la fragancia de flores raras y exóticas, se sentía más ligero y fresco, como si la propia atmósfera estuviera bendecida.
A medida que uno subía por los senderos sinuosos y empinados del Monte Sagrario, la naturaleza mostraba su majestuosidad en cada rincón. Plantas medicinales y hierbas curativas crecían abundantemente, custodiadas por criaturas mágicas que solo se veían en las leyendas. Cada paso hacia la cima era un viaje en sí mismo, un recorrido que exigía respeto, fuerza y sabiduría.
Cerca de la cumbre, el paisaje se volvía más austero y majestuoso. Rocas antiguas y acantilados escarpados dominaban la vista, creando un entorno imponente y solemne. Aquí, en este refugio elevado, habitaban los mejores y más poderosos guardianes del planeta. Sus moradas, construidas con piedra y madera sagrada, se mimetizaban con el entorno, integrándose de manera armoniosa con la montaña. Estas viviendas eran a la vez simples y elegantes, reflejando la humildad y el poder de sus ocupantes.
Los guardianes del Monte Sagrario eran seres de habilidades extraordinarias y conocimientos profundos. Cada uno de ellos había superado pruebas inimaginables para llegar hasta allí, demostrando su valía y dedicación. Sus entrenamientos eran rigurosos, abarcando tanto el cuerpo como el espíritu, y se guiaban por antiguos textos sagrados que contenían los secretos del universo.
En el centro de la cumbre se encontraba el Gran Templo de Orión, un santuario construido en honor al dios protector de Caenus. Este templo, esculpido en la misma roca de la montaña, era un lugar de inmensa belleza y poder. Sus paredes estaban adornadas con inscripciones arcanas y símbolos de protección, y en su interior ardía una llama eterna, símbolo del espíritu indomable de los guardianes.
El Monte Sagrario no solo era un lugar de entrenamiento y meditación, sino también un bastión de esperanza y fortaleza para todo Caenus. Desde su altura, los guardianes vigilaban el mundo, siempre preparados para descender y enfrentar cualquier amenaza que pusiera en peligro su tierra. El Monte Sagrario era, en esencia, el corazón espiritual y defensivo de Caenus, un símbolo eterno de la lucha entre la luz y la oscuridad.
Los primeros rayos del amanecer iluminaban el Templo de Orión cuando Orestes y su grupo llegaron a las puertas de piedra. El aire estaba cargado de anticipación, y la atmósfera, impregnada de reverencia, parecía vibrar con una energía palpable.